sábado, 29 de junio de 2013

El recetario de los bodegones porteños II - invierno

En invierno, casi que no dan ganas de salir de noche. El tiempo impío no nos deja disfrutar como es debido. Sin embargo, los bodegones siguieron cumpliendo funciones de nutrición durante esta etapa del año y han gozado de las preferencias del público.
La imagen es propiedad del autor
Ocurre que los trabajadores en los barrios de la ciudad han recurrido y recurren a ellos para restauran sus cuerpos durante el almuerzos. En todos los barrios hay bodegones que satisfacen ese menester. El estilo depende del barrio, de las ocupaciones de los parroquianos y de la evolución de los tiempos, claro está. No es lo mismo un bodegón para trabajadores de la construcción que para oficinistas o comerciantes. No es lo mismo un bodegón en estas primeras décadas del siglo XXI que los de los mediados del siglo pasado. Aquí es necesario subrayar que ese lugar en el Centro donde se pueden comer milanesas a la napolitana, pero además te ofrece ensaladas sofisticadas y sushi, sigue siendo un bodegón porteño.
Los que trabajamos en oficinas, públicas o privadas, en los barrios del centro de la Ciudad (Me refiero a San Nicolás y Monserrat, pero también a Recoleta, Balvanera y San Telmo) solemos guardar alguna disciplina alimentaria vinculada con las dietas (sea por cuidado estético, sea por prescripción médica) y los principios de la vida sana (poca azúcar y sal, nada de fritos, menos carne, más verduras). Buscamos una alimentación que nos compense esa vida rutinaria y sedentaria que llevamos en el trabajo. No siempre lo conseguimos... pero, en fin, este tema no es materia de este artículo.
Es así como llega el invierno y seguimos con nuestras ensaladas o nuestras porciones de tarta con poca masa que nos hacemos traer a nuestros escritorios y comemos en los bodegones del siglo XXI. En ambos sitios, estamos protegidos del clima riguroso por buenos sistemas de calefacción  por lo que la ropa de abrigo sólo se requiere en los momentos en que debemos  trasladarnos (de casa al trabajo, del trabajo al bodegón y el regreso) y no resulta imprescindible abandonar la “dieta sana” en aras de procurarnos una alimentación más calórica.
Con todo, vivimos una nostalgia de las comidas de invierno, sobre todo los varones. ¿Qué hacemos entonces? Elegimos algunos días para volver a esos platos. Salimos entonces con nuestros compañeros a comer pucheros o guisos de lentejas (a lo sumo una vez por semana, claro está). Pero ¿adónde vamos? Quedan aún muchos lugares para comer puchero en Buenos Aires, además de los más famosos que se sirven cerca de la Avenida de Mayo en el barrio de Monserrat (los más reconocidos son, por supuesto, los de El Globo, El Imparcial y el Hispano). Muchos de los bodegones que preparaban estos platos, se han ido perdiendo o transformando porque no ha logrado superar el término de la segunda generación de las familias creadoras en la persistencia en el negocio y el oficio. Pero muchos otros están allí para dar alimento a nuestra nostalgia de los fríos que hoy no sufrimos.
De modo que si buscamos bien, podemos encontrar callos (mondongo a la española), fabada (como es obvio, el Centro Asturiano es número puesto), busecas y caracoles... y, por qué no, canelones a la rossini.
La nostalgia de los tiempos pasados no es privativa de algunos momentos de nuestro presente. Recuerdo que, hace cuarenta años, solíamos reunirnos con algunos amigos en el local de don Mendoza en la calle Franco entre Helguera y Cuenca, en el barrio  de Villa Pueyrredón.
El boliche tenía un salón no muy grande y una trastienda con mesas, luego seguía un patio en el que estaba la vivienda del propietario (dos habitaciones, una para el matrimonio Mendoza y otra para el hijo, el baño familiar que era usado por los parroquianos, y la cocina del boliche, a un costado un pasillo que conducía a los fondos). Era un lugar onírico. Nosotros leíamos a Leopoldo Marechal, el lugar nos parecía como salido de Megafón o la Guerra.(1) Tomábamos nuestro vino, charlábamos, y aparecía un paisano vestido con bombachas batarazas y alpargatas (en esa época, en la Ciudad sólo se veían personas vestidas así entre los trabajadores de Mercado de Haciendas en el barrio de Mataderos). El hombre saludaba con respeto, entraba como quien va al baño, pero no salía. Con el correr de los días descubrí que el pasillo misterioso conducía a una parrilla y a un tinglado con dos canchas de bochas en las que jugaba este paisano que veíamos entrar con otros contertulios. Entre tanto, el hijo de don Mendoza tocaba la batería en su cuarto, soñando con pertenecer a las bandas de rock and roll que se multiplicaban en Villa Pueyrredón.  
Nuestro disfrute era reunirnos en la trastienda del bodegón por la tardecita y tomarnos una botella de vino, invariablemente blanco, invariablemente de mesa (no sólo porque nuestros bolsillos adolescentes languidecían, sino porque don Mendoza no tenía otra cosa) y un algo sólido para picar. Generalmente el hombre nos ofrecía, a un precio módico, algo que le había sobrado del mediodía. Una tardecita de invierno fue memorable. Hacía frío de verdad. Llegamos hasta el boliche, pedimos nuestro vino y nos trajo, sin preguntar, un plato de buseca que había preparado para ese mediodía. 
Notas y bibliografía:

(1) 1970, Marechal, Leopoldo, Megafón o la Guerra, Buenos Aires, Sudamericana.

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