sábado, 28 de abril de 2012

Dereck Foster y su gaucho gourmet (II)


Ya he dedicado un artículo al libro de Dereck Foster El gaucho gourmet(1) y al reportaje que le hiciera msena para el sitio de internet Oleo Dixit(2). En ese texto, me ocupé de señalar que el contexto sociocultural en que el libro fue publicado, diverge notablemente del que rodea esta crítica. Avancé, también, en la reseña de la “Introducción” y de los dos primeros capítulos (dedicados a los antecedentes indígenas y españoles de nuestra cocina) y al sentido de lo nacional y de la cocina nacional que el autor ensaya. El presente artículo, se limitará a la reseña de los capítulos siguientes (3 a 5). 


La cocina argentina hoy, el contenido de los capítulos finales de la obra
Capítulo 3. Entra de lleno en la cocina argentina actual, indagando y exponiendo sus conclusiones acerca de los platos que pueden considerarse auténticamente argentinos. Se trata de una serie de escritos en donde intercala las consideraciones sobre los platos específicos con algunos comentarios más generales. Este capítulo y el capítulo 5, en que rescata viejos recetarios de la cocina argentina, constituyen el principal aporte de la obra. La suma de esos aportes, expuesta en hechos fundados o en líneas de investigación propuestas por el autor, las enumeraré en un parágrafo específico. En éste, me limitaré a la crítica de los aspectos cuestionable de su exposición. Lo curioso es que en la crítica podré rescatar lo que se le ha caído de la cesta al andar el camino. Es mucho y terminan configurando una segunda serie de aportes que, abusando de una metáfora vulgar,  llamaría “inconscientes”.
Sostiene el autor que hay dos platos que pueden ser considerados como auténticamente nacionales: el revuelto gramajo y el panqueque de manzanas. A la vez, sostiene que hay otros dos que suponen una adaptación tan significativa que permite que sean considerados como hijos adoptivos de la argentinidad: la milanesa (en especial, la milanesa a la Napoli) y las empanadas criollas. Entre los platos que clasifica como heredados, pero que poseen centralidad en la dieta argentina, destaca el asado y el puchero. En uno de los artículos que componen el capítulo, critica la idea del origen argentino del dulce de leche y, en otros dos, pasa revista a los quesos que pueden considerarse originarios de nuestro país y a la importancia del mate en nuestra dieta.
En más de un sentido, el libro se complementa con el reportaje de msena en Oleo Dixit (publicado diez años después). Foster evoluciona hacia una visión más amplia, reconociendo ahora 5 platos auténticamente argentinos, a saber: el revuelto gramajo, el panqueque de manzanas, la ensalada mixta (lechuga, tomates y cebolla), la torta galesa y la milanesa a la Napoli. También incluye al puchero dentro de la categoría de las comidas argentinizadas.
Aunque parezca poco, al autor le parece casi nada, el listado que presenta es suficientemente amplio como para comenzar a pensar en una cocina verdaderamente argentina. Si nos propusiéramos seguir su método de cotejar lecturas y reflexiones con la experiencia, podríamos dar con un menú mucho más amplio de platos nacionales o nacionalizados. De hecho en diez años, él sólo, pudo duplicar la lista. Ya estoy pensando en algunos casos que ni siquiera ha mencionado como los palmitos con salsa golf y la manera argentina de hacer los alfajores, aún con sus profundas diferencias regionales. Sin embargo, no hay que ir tan lejos ni esperar tanto. Si releemos el libro puntillosamente, encontraremos otros platos que el autor ha descartado arbitrariamente, después de describir razones que en otros casos determinaron una inclusión. Por ejemplo, no tuvo argumentos decisivos para incluir la empanadas, ni razones determinantes para excluir la salsa criolla. Pasaré revista a tres casos significativos que se exponen en este capítulo.
El fileto. Tomemos su aclaración acerca de la incorrección de dar el nombre de salsa fileto a una salsa de tomate y carne (pp. 41-42). En Calabria, en épocas de extrema pobreza, cuando se asaba carne en el spiedo del hogar, se ponía una fuente abajo para recoger hasta la última gota del jugo que la pieza desprendiese. Este “sugo di fileto”, se comía luego con la carne. Según el testimonio de Demi de Biaggi, un veneciano amigo del autor, era costumbre calabresa estirar la comida todo lo que fuera posible. Por ello, le agregaban tomate al jugo de carne cuando éste era escaso. ¿Por qué no aceptar la argentinización de esa costumbre? Pensemos en el estofado hecho con los cortes, y recortes, de carne a los que se podía acceder por el precio y algunas verduras, entre ellas los tomates (es un producto de huerta de cultivo fácil en espacios reducidos, como eran las quintas hogareñas de los inmigrantes pobres). Esta “salsa” acompañó la pasta sciutta de los domingos, constituyendo por años una de las comida más sustanciosa de las familias de trabajadores en la Argentina. Por qué no aceptar que ese estofado pudiera ser denominado también fileto, si este fileto argentino combina, como la preparación calabresa, la jugosidad de la carne estirada con la del tomate.
El churrasco. En una discusión laberíntica con las definiciones de Diego Santillán (La Gran Enciclopedia Argentina, s/d en el texto), pone sobre el tapete la cuestión de la técnica de cocción del churrasco (pp. 42-44). Santillán sostiene un churrasco es un trozo de carne sin hueso que puede cocinarse sobre brasas directas o cenizas calientes. Foster se pregunta indignado “¿Será acaso una forma de preparar la carne netamente nuestra que hemos dejado pasar al olvido? ¿Otro eslabón de la cocina autóctona desperdiciada?”. Para contradecir al autor citado, expone la receta de Mercedes Torino de Pardo publicada por Gorriti en su Cocina ecléctica(3). La técnica consiste asar la carne apoyada directamente sobre brasas vivas en un proceso rápido (“vuelta y vuelta”). Tiene una perla en sus manos y no la reconoce. Personalmente, yo no he visto que la técnica del churrasco descripta por Mercedes Torino se utilice con asiduidad hoy en día. Seguramente, para Dereck Foster que se crió entre paisanos, la técnica debe parecer una obviedad por eso le extraña la propuesta de Santillán de usar las cenizas calientes y no la de las brasas. Esta experiencia personal y la receta de Mercedes Torino son, en mi opinión, razones suficientes para rescatarla y sumarla al acervo nacional, y promover que se vuelva a hacer aquello que se ha dejado de hacer o se hace poco: el churrasco. Independientemente de rescatar también la  técnica de cocción al rescoldo (en contacto directo con cenizas calientes) como lo hace Francis Mallmann (Siete fuegos, mi cocina argentina, Buenos Aires, V&R, 2010).(4) 
El parágrafo titulado “Comidas latinoamericanas” (pp. 44-52), repitiendo los tics ideológicos que lo acompañan a lo largo de la obra, está dedicado a una serie de platos que según el autor hemos heredado, en esta caso de España y Latinoamérica, aunque forman parte, o han formado parte, de nuestra dieta cotidiana. Ellos son: el puchero, las empanadas, el locro, el matambre y la carbonada. Con la excepción de las empanadas, no se ha puesto a reflexionar sobre las formas argentinas de las otras preparaciones, desaprovechando la oportunidad de ampliar aún más nuestro menú de cocina nacional.
El matambre. Tomemos el caso particular del matambre relleno al que atribuye un origen en la malaya chilena. Siguiendo el libro de la familia Brown (The Southamerican cook book, Dover, 1939), distingue el matambre arrollado del matambre relleno. Este último que se parece al fiambre que actualmente comemos los argentinos, es muy parecido a la receta de malaya que dan los Brown. En cambio, cuando hablan de matambre argentino, se refiere a la preparación que Marta (Cocina tradicional argentina y otras cocinas, 1914) denomina matambre arrollado. ¿Por qué no tomar este último e incluirlo en el acervo de la cocina nacional?
Si sumamos los siete platos (entre argentinos y argentinizados) que Dereck Foster propone en el reportaje ya citado y agregamos estos tres, y el mate y los quesos y la pequeña lista que ya he insinuado y la pizza de molde porteña y el guefilte fish preparado con especies de peces que se encuentran sólo en los ríos Paraná y Uruguay... nos encontramos con un tesoro considerable sobre el que podemos fundar la idea de una auténtica cocina nacional.
Capítulo 4. Lleva por título “David y Goliat en la cocina” e intenta dar cuenta de las enormes dificultades que tendría que atravesar una cocina argentina si quisiera expresarse al mundo como una cocina de alta escuela, pero partiendo de su propia identidad.
Usa el término cuisine como sinónimo de alta cocina y sostiene que en Francia esta alta cocina es más el producto de lo que se encuentra en la cocina de los hogares nacionales que de la febril imaginación de un reducido grupo de “estrellas de la gastronomía”. Los argumentos que utiliza para cuestionar el rictus tilingo de la moda de los cocineros argentinos se parecen a los de siempre: nada de eso hay en La Argentina, aunque en los hogares tenemos una cocina que nos alimenta con eficacia. Sin embargo, esta línea de pensamiento es útil para establecer un punto de partida promisorio: si queremos una alta cocina argentina, tenemos que ver qué se guisa en los hogares argentinos y no seguir lo que se difunde a través de la prensa y la publicidad. En una metáfora que compartimos, David es la cocina hogareña argentina y Goliat, la industria alimentaria que con un impresionante aparato publicitario intenta imponer gustos afines a los productos que genera.
Cree que a pesar del peso de la industria alimentaria, aún poseemos una buena cocina casera que consiste en la preservación de las tradiciones culinarias de las colectividades de inmigrantes. Pero esta cocina tiene que competir con las modas en los restaurantes, los fast food, las nuevas modas étnicas y las innovaciones que pretender romper los moldes preestablecidos y crear nuevas tendencias. En un giro inesperado, abandona el nacionalismo hispanista y la indagación por la originalidad aborigen y se encamina a la defensa de las tradiciones de los inmigrantes que se enfrentan en batalla colosal a las modas y tendencias generadas por la industria. No pude hacer una síntesis entre las corrientes populares y no puede percibir la posible existencia de ventanas para el diálogo. Es verdad que muchas de esas tendencias van a contramano de la construcción de una cocina nacional; pero nuestra cocina nacional tiene, y debe tener, aristas étnicas propias y un lugar para la innovación a partir de lo nuestro. Por ejemplo, innovar con el asado y las empanadas es una posibilidad para la cocina argentina si pensamos en términos de diálogo y encuentro. Esto no lo digo yo, lo dijo Ferrán Adriá en una conferencia que dictó en el teatro Gran Rex de Buenos Aires el 3 de noviembre de 2011 ante más de tres mil asistentes. Si se me permite una paráfrasis marechaleana, nuestra cocina nacional,es hoy en día una posibilidad infinita.(5) 
Dereck Foster pasa revista a los múltiples teatros de operaciones en los que esta batalla colosal se empeña (pp. 79-87).
La parrilla. Es la marca registrada de la cocina de nuestro país; pero curiosamente el asado no es la comida más popular, según unas estadísticas de ventas que no cita, la carne que más se vende es la carne picada. “El bife ha sido sustituido por la hamburguesa”, concluye.
Las fondas de barrio. Ya no se llaman así (se han impuesto las expresiones “casa de comida” y “boliche”). Sólo existen en las ciudades más pequeñas, en los pueblitos del interior o en los barrios más apacibles de la ciudad. Ofrecen pocos platos y, a veces, están asociados a parrillas.
Los cafés. Se han ido transformando en restaurantes que ofrecen comida rápida y que compiten con los verdaderos restaurantes en la oferta de comida para el almuerzo de oficinistas.
El restaurante. Columna vertebral de la gastronomía pública, tiene un gran desarrollo en La Argentina. Se caracterizan por la diversidad de ofertas, tanto por razones económicas como por el estilo de la cocina que presentan. El tradicional restaurante argentino que ofrece comida “internacional” (categoría que sólo se conoce en La Argentina) compite ahora con una diversidad de propuestas étnicas. En el mejor de los casos, los menúes de esos restaurantes ofrecen platos de diversa procedencia, pero que han sido reformulados de modo tal que es imposible reconocer los originales en ellos. En cambio, los restaurantes étnicos ofrecen una cocina que se parece mucho a la que le da origen, aunque no siempre llega a la mesa un plato de una calidad acorde con la cocina invocada, no estando exentos de incurrir en distorsiones como los otros. En este caos culinario, sostiene Foster, hasta los platos de origen italiano o español sufren distorsiones. La distorsión es tan grande que los platos originales apenas se reconocen en los platos que se ofrecen en los restaurantes. Ahora bien, y en el mismo sentido que sostuve arriba, desconoce un diamante que tiene en las manos. Si la distorsión es grande, el producto llega a ser una creación propia de la restauración argentina y, por consiguiente, habría que sumarlo, junto con la categoría de cocina internacional, a la culinaria patria.
La nouvelle cuisine. Retoma el hilo del impacto de la moda en los cocineros argentinos, dedicando algunos párrafos extremadamente críticos al momento en que los cocineros argentinos se abrazaron a la nouvelle cuisine francesa. Califica duramente esta actitud porque con ella adquirieron todos los defectos de esa corriente gastronómica sin comprenderla en su profundidad. Años después de la publicación del libro de Foster, Francis Mallmann que se reconoció entre  esos cocineros, realizó un clara autocrítica en su libro  Siete fuegos, mi cocina argentina (pp. 3-4).
Fast foad y delivery. Es el último gran escenario de la batalla entre David y Goliat. La crítica que hace es acertada en lo general, pero vuelve a descuidar el diálogo. Entre los fast food están los carritos que ofrecen choripanes y entre los delivery, aquella casas de empanadas de las que habló positivamente en el capítulo anterior.
Capítulo 5. Comienza el último capítulo del libro, confesando un sentimiento de frustración (la sección se titula “Un matrimonio en puerta”): Se lamenta de que La Argentina carezca de una gastronomía acorde con el excelente desarrollo de sus vinos. Sostiene que Mendoza es el lugar del país en donde peor se come (obviamente se refiere explícitamente al servicio de restaurantes y no a la cocina hogareña). Nuevamente tengo que decir que las cosas cambiaron mucho en la última década en la cultura general de los argentinos y en la valoración de lo nacional.
Desde hace dos décadas el vino argentino se encuentra en un proceso de transformación que lo condujo de una bebida concebida a partir del consumo interno masivo a ocupar los primeros planos mundiales de los vinos de alta gama. Personalmente no he estado en Mendoza en los últimos años; pero sí, en Salta en el año 2008. Me volví con la impresión de que la restauración salteña ya tiene un desarrollo interesante y que supera con creces el calificativo con que Foster la evalúa (en materia de restauración) “No se puede afirmar nada mejor de La Rioja y Salta, donde una ligera influencia del Altiplano al menos lo intenta.” pp. 91-92). ¿Olvida acaso que en el capítulo tres refirió una anécdota personal en una bodega salteña, oportunidad en comió dieciocho empanadas acompañadas con un torrontés “delicioso” (pp. 56-57)? 
En Cuyo, aclara, no es que nunca hubo una cocina acorde a los vinos de la región, la hubo y se perdió. Este comentario le sirve para introducir otro de los grandes aportes del libro, la exposición de una antología de recetas tomadas de tres libros que ordena cronológicamente. Intenta rescatar así una serie de platos que se comían en el pasado y que vale la pena recuperar. Estos libros son: González y Videla, Sabores de la antigua cocina cuyana(6); el ya citado de Juana Manuela Gorriti, Cocina ecléctica y Marta, Cocina tradicional argentina y otras cocinas(7). La recetas que incluyen estas colecciones, sostiene Foster, eran todas corrientes a mediados del siglo XIX, algunas, incluso más antiguas y otras que aún se mantienen vigentes aunque con formas más o menos modificadas. El origen de los platos es “relativamente universal” (me pregunto ¿antecedente de la cocina internacional argentina?): se nota una corriente de influencia limeña y otra del Altiplano peruano-boliviano (digo que todo lo que provenga de ahí no puede ser considerado ajeno a lo nacional), algo europeo y “una pizca de aquello indefinible que no podemos llamar “argentino legítimamente, aunque algunos autores lo hagan” (pp. 92-93).
La crítica al tratamiento particular que hace de cada una de estas colecciones, la expongo en el parágrafo dedicado a los aportes de la obra. Sin embargo, valga una consideración general aquí. Estimo que, a la recuperación de estos recetarios, le falta fijar un contexto que permita valorarlos. En este sentido, se me ocurre que no es menor compararlos con el recetario de doña Petrona C. de Gandulfo. Su obra, El libro de doña Petrona comenzó a publicarse en la década de los años treinta del siglo XX (tengo una edición de 1958)(8). Si pensamos que fue uno de los libros más vendido en toda la historia del mercado editorial argentino (recientemente se ha publicado la edición 102) y que doña Petrona fue la primera estrella de la cocina mediática, la popularidad de su obra debe conducirnos a pensar su colección como muy asociada a la manera de cocinar de los argentinos. De la confrontación de los recetarios expuestos con el de doña Petrona, se podría  afirmar o negar, por ejemplo, el aserto de Foster acerca del olvido de unos platos que considera como parte de una cocina nacional. Estimo que en el peor de los casos, doña Petrona representa esa “cocina internacional”, que, con el correr de los tiempos, es tan nuestra como la receta del churrasco que publica Juana Manuela Gorriti.  
El libro concluye con un artículo denominado “El matrimonio perfecto”. Se refiere específicamente a la relación entre el vino y la comida. La Argentina, sostiene, es el único gran productor de vinos que no tiene una gastronomía pública acorde, como sí ocurre en Francia, España, Alemania, California, Sudáfrica, Australia... Allí se detiene, realiza una amarga constatación y no da ninguna explicación.
Pienso que podemos hallar una clave de interpretación de estas falencias en la condición mediadora del puerto que recibe con avidez todas las novedades del foreland, pero se ve tironeado por la presión tradicionalista del hinterland(9). Esta dialéctica genera productos originales. Productos basados en aquella influencia foránea, pero modificados en tal forma que es imposible reconocer su origen. Dereck Foster no da cuenta de esta interacción, de este diálogo que permite o bien rechazar toda mediación entre lo propio y lo foráneo que genera productos impuros, como él hace, o bien rescatar las formas nacionales de ciertos platos que resultan el producto concreto de esa mediación. Para él, la “cocina internacional” no es una auténtica creación nacional, sino una burda deformación. Para mí es un tango argentino, una creación en la que precisamente en su contaminada formulación encuentro una identidad.
Fuentes de del texto:  
(1) 2001, Foster, Dereck, El gaucho gourmet, Buenos Aires, EMECÉ.
(2) 2011, msena, “Milanesa napolitana, ¿invento argentino?, leído el 8 de octubre de 2011 en http://dixit.guiaoleo.com.ar/milanesanapolitana/.
(3) 1890, Gorriti, Juana Manuela, Cocina ecléctica, Buenos Aires, Félix Lajouane Editor (Librairie Générale), leído el 4 de noviembre de 2011 en  http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/miscelanea/cocina_eclectica/cocina_00indice.htm.
(4) 2010, Mallmann, Francis, Siete fuegos, mi cocina argentina, Buenos Aires, V&R, 2010.
(5) 1970, Marechal, Leopoldo, Megafón o la guerra, Buenos Aires, Sudamericana, pp. 70-81.
(6)  1988 González y Videla, Sabores de la antigua cocina cuyana, (edición particular).
(7)  Marta, Cocina tradicional argentina y otras cocinas cuya primera edición es de 1914
(8) 1958, Gandulfo, Petrona C. de, El libro de doña Petrona, Buenos Aires, edición 52°, a mi ejemplar le faltan la hoja por lo que no puedo identificar la editorial. 
(9) 2006, Aguirre, Patricia, “Buenos Aires puerto de ideas”, leído en http://www.biosur.org.ar/articulo_21_02_06.html, el 4 de noviembre de 2011.

sábado, 21 de abril de 2012

Los orines del niño (Rubén Flores, Lima, enero de 2012)


Rubén Flores es un buen amigo mío. También se crió en Mataderos. Compartimos las escuela secundaria, el ingreso a la Universidad de Buenos Aires y nos recibimos juntos de profesores de primaria en la Escuela Normal N° 2 de Buenos Aires... sí somos egresados del Mariano Acosta o, simplemente, del Acosta. De cómo Rubén pasó a ser el Ele no voy a hablar porque los apodos tiene largas historias... y ésta no viene al caso.
Imagen suministrada por Rubén Flores (1) 
En Enero de 2012, ya entusiasmado con El Recopilador, realizó un viaje de vacaciones que, entre otros lugares, lo llevó a Lima y Bogotá. Desde ésta última comenzó un intercambio de correspondencia en torno de una receta para la recopilación
De: Rubén Flores
Fecha: 9 de enero de 2012
Hola Mario: te escribo desde Bogotá.
Estando días pasados en Lima, viendo una muestra de pesebres por las natividades, me permití copiar una receta para vos, de una cartelera donde figuraban cuestiones alusivas a la fecha.
Es una receta Iqueña del Siglo XIX "Los orines del niño"
Jugo de uva de agraz (uva no madura) agua, canela, clavo y pimienta de chapa, una cucharadita de vainilla, azúcar, mangos verdes picantísimos, pisco o vino blanco.
Se pone a hervir el agua con las especias por 10 minutos o hasta que tome color. Se deja enfriar; aparte se lava la uva, se desgrana y se muele a golpes de mortero. Se pasa por un tamiz y se filtra el jugo, se cuela el agua de especias, se endulza al gusto y se mezcla con el jugo de uva en agraz. Se pone unas gotas de vainilla. Se sirve frío con mango verde picado.
Me parece que merece estar en los anales (aunque no sea estrictamente del barrio).
Un abrazo Ele
Me pareció muy interesante el hallazgo, aunque no sé dónde se pueda conseguir uva en agraz.
Antes de seguir quiero detenerme en la última expresión (“Me parece que merece estar en los anales (aunque no sea estrictamente del barrio).”). ¿Cuál es el barrio en dónde la identidad se juega? Ensayo dos conceptos al respecto. El primero es vital y autobiográfico: el barrio es sólo la esquina en donde nos hemos criado. En este sentido, Rubén y yo no somos del mismo barrio. El otro es social: el barrio puede ser la amplia zona en donde percibimos secretas, y no tan secretas, afinidades. La Luso-hispano-américa es, para mí ese barrio. Lo siento al respirar cuando camino las calles de Montevideo o transito la ruta a mar del Plata; lo siento como una vibración cada vez que escucho los versos “Alma llanera” o la voz de Armando Manzanero o Joan Báez; lo siento con todos los sentidos cada vez que como un asado en casa o voy a un restaurante peruano de Buenos Aires y escucho cantar a Chabuca con cada bocado.
De ese barrio, que en más de un sentido compartimos con Rubén, provienen estos “orines del niño”. Es que en el barrio de la cocina argentina, Lima es una actora destacada.
La carta de Rubén me disparó ideas, por eso respondí lacónicamente sin prestar demasiada atención a la receta en ese momento.
De Mario Aiscurri
Fecha: 11 de enero de 2012
Ele:
Con relación a la receta: bienvenida, registrada y veremos si nos sale (es probable que reúna algunas notas de viajeros)
Besos y abrazos para ambos, Mario.
Yo me quedé pensando en una sección que incluyera notas de viaje y correspondencia que tratara de dar cuenta, aunque sólo sea por yuxtaposición de descripciones del vínculo entra la comida y el paisaje natural y humano que el viajero percibe. Parece una certeza, pero ¿el viajero es un puro percibidor que se deja impresionar por el objeto sin poner nada en un intento de dar con él?
¿Qué es lo que se busca en un viaje? En mi caso particular, suelo buscar cosas que me llenen de asombro. Por eso procuro ensayar una imposible mirada de niño frente a lo que veo. No siempre funciona, es más, casi nunca. Cuando se da, soy feliz. Cuando no, despotrico contra mi insolvencia. Por eso registro mis experiencias con minuciosa obsesión de coleccionista, con la intención de que, al leerlas, alguien descubra la gema que tuve en mis manos y no fui capaz de reconocer.
Me pasó en Berceo. Un pequeño pueblo rodeado de innumerables senderos de religiosidad y de viñedos. Sí, sí, el pueblo de Gonzalo, el poeta. En las afueras de la villa que es casi todo afueras, un restaurante. Mucho frío en la calle, y unas cálidas papas riojanas adentro. En la carta anunciaban vino Rioja. Lo pedí y me trajeron una botella de etiqueta desconocida para mí. Lo probé, era una delicia. Señalé la etiqueta y pregunté: “¿de dónde es este vino?”... “de por ahí”, dijo la camarera señalando el Valle de la Cogolla, “es que en una botella lo tenemos que servir”. En el mismo sentido, Rubén se topó con la receta de estas en Lima. Una sección de notas de viaje tiene que dar cuenta de esta dialéctica entre lo que se busca y lo que se encuentra.
Ele continuó con sus cavilaciones sobre una sección para viajeros en El Recopilador y además sobre... porque los “orines del niño” no pasaron tan livianamente por sus sentidos.
De Rubén Flores
Fecha: 12 de enero de 2012
Mario:
Veo si me da y puedo encontrar alguna otra receta en la zona, como para tener un par de ellas y armar el espacio Notas de viajeros. La que te mandé me pareció graciosa por lo de orines del niño. Me recordó que cuando nació Aimé (su hija mayor) y empezamos con los cuidados corporales, comencé a escuchar hablar del "pis de angelito". Un delicado eufemismo para hablar del meo de los hijos. Creo que lo escuché de boca de la mamá de Silvia. Vía las monjas (Y españolas) tal vez haya cierta circulación conservando la idea del niño como un ángel (aquello que llega a destruir Freud con el artículo "Tres ensayos..." donde plantea los de "perversos polimorfos"...). Da para charlar cuando nos veamos o sigamos la charla con más tiempo vía mail en Bs As.
De hecho te escribo desde el aeropuerto de Bogotá esperando llegue el vuelo a Armenia (eje cafetero de Colombia). Todo marcha de maravillas. Colombia es muy loca y contrastante.
Dsps hablms más.
Bueh, no sé que dicen por los parlantes. Sigo en otro momento.
Abrazo Ele    

En viajero siguió viaje, nos encontramos a su vuelta en Buenos Aires...

Notas:

(1) Flores, Rubén, correo-e del 28 de enero de 2013 

Mariano Rosas agasaja a Mansilla (comida y yapaí)


Lucio V. Mansilla (1831-1913), militar y escritor argentino, es reconocido como uno de los mayores exponente de la llamada Generación del 80. Entre sus obras más importantes se encuentra Una excursión a los indios ranqueles, donde expuso las experiencias obtenidas en la expedición que encaró en 1867 bajo directivas del Gobieno Nacional. La técnica utilizada para relatarlas es el uso de un estilo espistolar. Efectivamente, los capítulos tienen la forma de cartas dirigidas a un amigo, Santiago Arcos; pero sólo se representa en él un destinatario retórico, un recurso para justificar el estilo.
El fragmento que se presenta a continuación describe el banquete con el que Mariano Rosas, el cacique de los ranqueles, agasaja a Mansilla. El servicio de comidas fue pantagruélico, así lo califica el autor. Primero, una fuente por persona con carne cocida y caldo aderezado con cebollas, ají y harina de maíz; luego, carne asada y, finalmente, un postre de algarroba y maíz pisado. Después de profusas libaciones, llega el turno del brindis que resulta a la vez un ritual de domostración de hombría: el yapaí.
Pasamos a la enramada, que quedaba unida al toldo. Este es siempre de cuero, aquélla de paja, generalmente de chala de maíz. Otro día, cuando entremos en un toldo, veremos cómo está construido y distribuido; hoy quedemos en la enramada, que era como todas, un armazón de madera, con techumbre de plano horizontal. Tendría sesenta varas cuadradas.
Allí habían preparado asientos. Consistían en cueros de carneros, negros, lanudos, grandes y aseados; dos o tres formaban el lecho, otros tantos arrollados, el respaldo. Estaban colocados en dos filas y el espacio intermedio acababa de ser barrido y regado. Una fila era para los recién llegados, otra para el dueño de casa, sus parientes y visitas. La fila que me designaron a mí miraba al naciente; a la derecha, en la primera hilera, veíase un asiento, que era el mío, más elevado que los demás, con respaldo ancho y alto con dos rollos de ponchos a derecha e izquierda, formando almohadones.
Todo estaba perfectamente bien calculado, como para sentarse con comodidad, con las piernas cruzadas a la turca, estiradas, dobladas; acostarse, reclinarse o tomar la postura que se quisiera.
Frente a frente de mí se sentó Mariano Rosas; aunque él habla bien el castellano, lo mismo que cualquiera de nosotros, hizo venir un lenguaraz. Convenía que todos los circunstantes oyesen mis razones para que llevasen lenguas a sus pagos y se hiciese en favor mío una atmósfera popular.
El parlamento comenzó como aquellos avisos de teatro del tiempo de Rosas, que decían, después de los vivas y mueras de costumbre (¡y qué costumbre tan civilizada y fraternal!), se representará el lindo drama romántico en verso Clotilde, o el crimen por amor, verbigracia, que cuadraba tan bien con el introito del cartel como ponerle a un Santo Cristo un par de pistolas.
Es decir, que en pos de las preguntas y respuestas de ordenanza: ¿Cómo está usted, cómo le ha ido con todos sus jefes y oficiales, no ha perdido algunos caballos?, porque en los campos sólo suceden desgracias, vinieron otras inesperadas; pero todas ellas sin interés.
Yo hablé de los caballos que me habían robado en Aillancó, del saqueo de Wenchenao a las cargas, y lo hice con vivacidad, apostrofando a los que así me habían faltado al respeto, pareciéndome que mi tono de autoridad llamaba la atención de todos.
Haría cinco minutos que conversábamos, traduciendo el lenguaraz de Mariano sus razones y Mora las mías, cuando trajeron de comer.
Entraron varios cautivos y cautivas -una de éstas había sido sirvienta de Rosas- trayendo grandes y cóncavos platos de madera, hechos por los mismos indios, rebosando de carne cocida y caldo aderezado con cebolla, ají y harina de maíz.
Estaba excelente, caliente, suculento y cocinado con visible esmero.
Las cucharas eran de madera, de hierro, de plata; los tenedores lo mismo; los cuchillos comunes.
Sirvieron a todos, a los recién llegados y a las visitas que me habían precedido.
A cada cual le tocó un plato con una fuente.
Mientras se comía, se charlaba.
Yo no tardé en tomar confianza; estaba como en mi casa, mejor que en ella, sin tener que dar ejemplo a mis hijos.
Comía como un bárbaro, me acomodaba a mi gusto en el magnífico asiento de cueros y ponchos; decía cuanto disparate se me venía a la punta de la lengua y hacía reír a los indios ni más ni menos que Allú a la concurrencia.
Al que se me acercaba, algo le hacía: o le daba un tirón de narices, o le aplicaba un coscorrón, o le pegaba una fuerte palmada en las posaderas.
Los más chuscos me devolvían con usura mis bromas.
Se acabó el primer plato y trajeron otro, como para frailes pantagruélicos, lleno de asado de vaca riquísimo.
Materialmente me chupé los dedos con él, que no es lo mismo comer a manteles que en el suelo y en Leubucó.
Después del asado nos sirvieron algarroba pisada, maíz tostado y molido, a manera de postre; es bueno.
Trajeron agua en vasos, jarros y chambaos (es un jarrito de aspa).
Y a indicación del dueño de casa, que con impaciencia gritó varias veces: ¡trapo! ¡trapo! (los indios no tienen voz equivalente), unos cuantos pedazos de género de distintas clases y colores para que nos limpiáramos la boca.
Se acabó la comida y empezó el turno de la bebida.
Este capítulo es serio, si es que después de sabias máximas, consejos oportunos y graves reflexiones de Brillat Savarin, puede haber algo más serio que el comer.
Aquel filósofo, inmortal en su género, tiene dos aforismos que podían parafrasearse aquí, diciendo: Dime lo que bebes, te diré lo que eres; el destino de las naciones depende de lo que beben.
Manuel Gascón ha de pretender a priori y a posteriori , que para él el problema está resuelto, sosteniendo que de todas las bebidas la mejor es el agua.
Digo que esto depende de las circunstancias, como que no haya visitas, y prosigo.
Los indios beben como todo el mundo, por la boca. Pero ellos no beben comiendo.
Beber es un acto aparte.
Nada hay para ellos más agradable.
Por beber posponen todo.
Y así como el guerrero que se apresta a la batalla prepara sus armas, ellos, cuando se disponen a beber, esconden las suyas.
Mientras tienen qué beber, beben; beben una hora, un día, dos días, dos meses.
Son capaces de pasárselo bebiendo hasta reventar.
Beber es olvidar, reír, gozar.
No teniendo aguardiente o vino, beben chicha o piquillín.
Esta vez estaban de fiesta con vino.
El acto está sujeto a ciertas reglas, que se observan como todas las reglas humanas, hasta que se puede.
Se inicia con un yapaí , que es lo mismo que si dijéramos: the pleasure of a glass of wine with you , para que vean los de la colonia inglesa que en algo se parecen a los ranqueles.
Pero esta invitación se diferencia algo de la nuestra.
Nosotros empezamos por llenar la copa del invitado, luego la propia; bebemos simultáneamente haciéndonos un saludo más o menos risueño y cordial, espiándonos por sobre el borde de la copa, a ver quién la apura más; y es de buena educación de estilo clásico, no beberla toda, ni tampoco que parezca se ha aceptado el brindis por compromiso; como que él significa: a la salud de usted, cuando no se ha propuesto uno por la patria, por la libertad o por el Presidente de la República.
Los indios empiezan por decir yapaí , llenando bien el tiesto en que beben, que generalmente es un cuernito.
La persona a quien se dirigen, contesta yapaí.
Bebe primero el que invitó, hasta poder hacer lo que los franceses llaman goutte en l'ongle, es decir, hasta que no queda una gota, llena después el vaso, copa o jarro o cuernito exactamente como él lo bebiera, se lo pasa al contrario, y éste se lo echa al coleto diciendo yapaí.
Si el yapaí ha sido de media cuarta, media cuarta hay que beber.
Por supuesto que no conozco nada peor visto que una persona que se excuse de beber, diciendo:
-No sé.
En un hombre tal, jamás tendrían confianza los indios.
Así como en toda comida bien dirigida, hay siempre un anfitrión que la preside, que hace los honores, que la anima, así también en todo beberaje de indios hay uno que lleva la palabra; es el que hace el gasto por lo común.
Esta vez, el que hacía el gasto ostensiblemente era Mariano Rosas, en realidad el Estado, que le había dado sus dineros al padre Burela para rescatar cautivos.
Pero aunque Mariano Rosas hacía el gasto y era el dueño de la casa, Epumer, su hermano, era el anfitrión.
Epumer es el indio más temido entre los ranqueles, por su valor, por su audacia, por su demencia cuando está beodo.
Es un hombre como de cuarenta años, bajo, gordo, bastante blanco y rosado, ñato, de labios gruesos y pómulos protuberantes, lujoso en el vestir, que parece tener sangre cristiana en las venas, que ha muerto a varios indios con sus propias manos, entre ellos a un hermano por parte de madre; que es generoso y desprendido, manso estando bueno de la cabeza; que no estándolo le pega una puñalada al más pintado.
Con este nene tenía que habérmelas yo.
Llevaba un gran facón con vaina de plata cruzado por delante, y me miraba por debajo del ala de un rico sombrero de paja de Guayaquil, adornada con una ancha cinta encarnada, pintada de flores blancas.
Yo llevaba un puñal con vaina y cabo de oro y plata, sombrero gacho de castor y alta el ala; no le quitaba los ojos al orgulloso indio, mirándole fijamente cuando me dirigía a él.
Bebíamos todos.
No se oía otra cosa que ¡ yapaí, hermano! ¡ yapaí, hermano!
Mariano Rosas no aceptaba ninguna invitación, decía estar enfermo, y parecía estarlo.
Atendía a todos, haciendo llenar las botellas cuando se agotaban; amonestaba a unos, despedía a otros cuando me incomodaban mucho con sus impertinencias; me pedía disculpas a cada paso; en dos palabras, hacía, a su modo, y según los usos de su tierra, perfectamente bien los honores de su casa.
Epumer no había simpatizado conmigo, y a medida que se iba caldeando, sus pullas iban siendo más directas y agudas.
Mariano Rosas lo había notado, y se interponía constantemente entre su hermano y yo, terciando en la conversación.
Yo le buscaba la vuelta al indio y no podía encontrársela.
A todo lo hallaba taimado y reacio.
Llegó a contestarme con tanta grosería que Mariano tuvo que pedirme lo disculpara, haciéndome notar el estado de su cabeza.
Y sin embargo, a cada paso me decía:
-Coronel Mansilla, ¡ yapaí!
-Epumer, ¡ yapaí! -le contestaba yo.
Y llenábamos con vino de Mendoza los cuernos y los apurábamos.
Mis oficiales se habían visto obligados a abandonar la enramada, so pena de quedar tendidos, tantos eran los yapaí.
Los indios, caldeados ya, apuraban las botellas, bebían sin método: -¡Vino! ¡Vino!-, pedían para rematarse , como ellos dicen, y Mariano hacía traer más vino, y unos caían y otros se levantaban, y unos gritaban y otros callaban, y unos reían y otros lloraban, y unos venían y me abrazaban y me besaban, y otros me amenazaban en su lengua, diciéndome winca engañando.
Yo me dejaba manosear y besar, acariciar en la forma que querían, empujaba hasta darlo en tierra al que se sobrepasaba demasiado, y como el vino iba haciendo su efecto, estaba dispuesto a todo. Pero con bastante calma para decirme:
-Es menester aullar con los lobos para que no me coman.
Mis aires, mis modales, mi disposición franca, mi paciencia, mi constante aceptar todo yapaí que se me hacía, comenzaron a captarme simpatías.
Lo conocí y aproveché la coyuntura.
La ocasión la pintan calva.”
Notas y bibliografía:
(1) Mansilla; Lucio V.; Una Excursión a los Indios Ranqueles; cap. XXVI, 3° edición, Juan A. Alsina editor, Buenos Aires, 1890, leído el 10 de setiembre de 2011 en Proyecto Biblioteca Digital Argentina, http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/cronicas/ranqueles/ranqueles_00indice.html.

sábado, 14 de abril de 2012

Ñoquis de papa

Si seguimos algunos relatos en boga, los ñoquis de papa son un ejemplo muy claro de tradiciones culinarias bifurcadas y un motivo para sostener nuestra identidad. Pero, para ello, es necesario tener más confianza en la evolución propia, aunque se haya distanciado de su origen remoto. Es que precisamente es en esa evolución propia, y no en la de su lugar de origen, en donde vamos a encontrar la identidad.
He escuchado al señor Donato De Santis proferir un relato sobre la evolución, en Italia, de la especie de pasta a que dedicamos el presente parágrafo. De Santis expuso, en una emisión de su programa “Villa della pasta” (2010), la receta de las cazzarilles. En esa oportunidad, sostuvo que estas eran producto de una evolución de los ñoquis de papa y dio una explicación plausible: este último plato se había desarrollado en una época de carestía, entonces el consumo popular se inclinó hacia la papa porque era mucho más barata que la harina. Efectivamente, la proporción de harina y papa en la receta de las cazzarilles es inversa a la de los ñoquis.
El relato me incitó a una búsqueda en los recetarios de que dispongo para ver como se presentan ambos.
En mi libro de cabecera de cocina italiana (Alberti, Miranda, Italia (Cocinas del mundo), León, Editorial Everest, 1993) encontré una receta de “gnocchi di patate” que la autora juzga originarios de la región de Trentino-Alto Adige, en el extremo norte de Italia. En sus páginas no se menciona la existencia de las cazzarilles. Por su parte, Donato no señaló el origen de estos últimos, dato que podría tener alguna importancia para enlazar ambos platos en una tradición única.
En el libro Encyclopedia of pasta de Oreta Zanini (leído en http://es.scribd.com/doc/42066238/Encyclopedia-of-Pasta-Univ-of-Calif-Press el 20 de mayo de 2010), se expone una receta de las cazzarilles, se le atribuyen nombres diversos y asegura que su origen está en el sur de Italia (entre Abruzzos y Sicilia), incluso el nombre cazzarille es el aplicado en Molise, al sur de Abruzzos. ¿Es concluyente la referencia para señalar una ruptura de la continuidad? De ninguna manera, sobre todo si consideramos los nombres que les dan en Sicilia: gnocculi o gnucchitti. La autora extiende el área de origen de los ñoquis a la Lombardía, el Piamonte y el Veneto, siempre en el norte de la península.
La difusión de los ñoquis es tan amplia y sus variantes tan diversas que su evolución puede perfectamente haberse sostenido desde otros sitios distintos del que les dio origen. Esto configura un panorama extremadamente complejo y permite sostener la idea de una evolución autónoma que es necesario respetar si no se quiere incurrir en un gesto decididamente tilingo, porque ¿en qué se diferencia, a los efecto de valorar una evolución descentrada del origen, en este caso el norte de Italia, que las nuevas formas se hayan expresado en el sur de esa península o en la Argentina? ¿en qué se diferencian, desde el punto de vista de la identidad de cada plato con el lugar en que se cocinan, los gnocculi sicilianos y los ñoquis argentinos?
Recorriendo brevemente los recetarios de que dispongo, encuentro algunas cosas interesantes. En los que están dedicados a la cocina criolla, no hay referencias a ningún tipo de pastas (v. g., 1991 (primera edición), Martelli, Juan Carlos y Spinosa, Betriz, El libro de la cocina criolla, Buenos Aires, Caleuche). En cambio, en el libro de Juan Manuela Gorriti (1890), ya aparecen recetas de preparaciones con pasta asciutta (macarrones). Finalmente, en los recetarios de José Eyzaguirre (1946, El libro del buen comer) y doña Petrona (1958) aparecen los ñoquis, con la salvedad, claro está que el primero los denomina “gnocchis de papa”, en tanto que la señora de Gandulfo, prefiriendo la ortografía castellana, usando la denominación “ñoquis de papa”.
Estimo que no sólo las condiciones económicas influyen sobre las recetas, sino también, la disponibilidad de ciertos elementos. ¿Alguna de estas ecuaciones explicaran la siguiente diferencia? La receta de Miranda Alberti lleva estas proporciones de ingredientes: para 1 kg de papas, 150 g de harina y 200 g de ricotta ahumada. Por su parte, la receta de doña Petrona no lleva ricotta (tampoco la de Eyzaguirre), es más, en La Argentina, la incorporación de la ricotta a la masa genera una sub especie: los ñoquis de ricotta.
No he comido ñoquis fuera de La Argentina, por lo que no sé cómo se los prepara; pero me parece que los “ñoquis con tuco”, son un plato tan rioplatense como las facturas para el desayuno... y qué decir de los ñoquis tuco y pesto de Pippo. Es más, hay una tradición que juzgo bastante reciente en Buenos Aires que es la de comer ñoquis los días 29 de cada mes. El comensal debe poner un billete debajo del planto, en ritual que nos da la certeza mágica de una inevitable prosperidad económica. Desconozco el origen de esa tradición, para mi buscarlo carece de sentido, sólo lo asumo como parte de mis tics vitales.

sábado, 7 de abril de 2012

La huerta riojana y el chancho de la familia

¿Cuántos viajes hice a la ciudad de 9 de Julio? No menos de veinticinco. Todos han sido muy importantes en mi vida, pero el que hice en Octubre de 2011, me ha movilizado de manera singular. ¿Por qué? Porque viajé con total conciencia. Alguien dijo, no sé quién, que todo viaje es un recorrido hacia el corazón de uno mismo. Así lo siento, por cierto, cada vez que cierro la puerta de calle y encaro el camino, aunque mi destino esté a poco más de veinte cuadras de casa. Sin embargo, esta vez fue diferente porque partí buscando algo concreto: alinear, casi escribo aliñar, mis recuerdos con los de otros y recuperar los sabores de la mesa y las imágenes de las calles que poblaron mi infancia.
Llegué y mi tía me esperaba con mate, galleta y chorizos chacareros. Mi tía María Luisa, que todos conocemos como la Chocha, nació en un pequeño pueblo de la Provincia de Buenos Aires que ya he mencionado al pasar. Era en una pequeña chacra como a medio kilómetro de 12 de Octubre que tendría unos quinientos habitantes y pertenecía al Partido de 9 de Julio, ciudad de la que distaba poco más de 30 km. En la cocina económica de la chacra, comenzó su aprendizaje culinario con doña Agustina, su madre.

Si llegó hasta aquí, es porque le interesa el tema. Encuentre el desarrollo completo de estas ideas en Sabores entrañables, el libro de este Recopilador.


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Gracias.

Mi plan era volver a los lugares de la infancia: 12 de Octubre y Dudignac; pero también quería darme una vuelta por French (o Frenche, como dicen los paisanos del lugar) y Quiroga, lugares tan desconocidos para mí como presentes en el sistema de relaciones familiares y afectos. Los veraneos, desde mi más tierna infancia, se repartían en la chacra de mis abuelos en el Doce o en la casita del Nueve (así llamaban, y llaman, al pueblito alejado y a la ciudad); pero también incluían, invariablemente, un fin de semana en Dudignac, donde me esperaban mis primos con aterradoras historias de rayos que caían a la tierra como una bola de fuego en las noches de tormenta. Frenche es un pueblo pequeño por el que pasaba, a veces, el colectivo que iba desde 9 de Julio a 12 de Octubre. Quiroga, allá donde el Partido de 9 de Julio tiene su confín con los de Carlos Casares, General Viamonte y Lincoln, era el lugar donde vivían mis primos Toledo a quienes veía mucho menos que lo que deseaba.
Plan ambicioso. Para realizarlo hubiera requerido de una minuciosa planificación, de una disponibilidad mayor de tiempo y de un acompañamiento propicio del tiempo climático. Como además llevaba otros objetivos, tuve que limitarme a una maravillosa caminata por las calles de Dudignac y una “vuelta del perro” por la plaza de French.
¿Otros objetivos? Sí, quería traerme recetas y recuerdos de la cocina de mi abuela que, suponía, atesoraba mi tía. Las conseguí, por cierto, pero me encontré con algo más que un puñado de recetas. Costumbres ancestrales que mis abuelos habían continuado en la vida familiar. La quinta de verduras, los árboles frutales y las gallinas y los cerdos para uso familiar.
Reflexiono en esta cosas y en otros viajes, otros lugares y otros tiempos, también. La huerta riojana y el cerdo criado en la casa eran la fuente de equilibrio nutricional de los riojanos que vivía sumidos en la pobreza a principios del siglo XX. La tierra no ofrecía horizontes como dan cuenta algunos testimonios que he podido recoger en estos años. Inocencio Arévalo llegó a ser el hombre más viejo de España hasta que falleció en Marzo de 2011 en la Villa de Igea a la edad de 109 años. Había nacido el 28 de diciembre de 1901, unos meses después que mi abuela Agustina. Luis Aiscurri, mi primo, llegó a conocerlo. Manolo, un joven igeano con el que conservo relación epistolar, me refirió que don Inocencio solía decir que en 1911, setenta jóvenes de veinte años, se marcharon del pueblo para venir a La Argentina, dejando una calle vacía.
En 2007 y en 2009 estuve en la Villa de Igea, caminé sus calles, encontré familia... en otros textos cuento la historia de esos viajes y el encuentro con la maravillosa tía Carmen, la Caracola, prima hermana de mi madre que me abrió la puerta de su casa sin haberme conocido antes por el sólo hecho de ser nieto de su tío. La tía Carmen me llevó a la casa de sus primos de la familia Espada. En todas ellas había huertos. Los hijos de mi tío abuelo Marcelino Espada, por ejemplo, llegaron a decirme que cuidaban más el huerto que la casa. Efectivamente, así sigue siendo con los adultos mayores que habitan Igea.
Lo que vi en esos viajes ya lo había visto antes... en realidad entrevisto, en los relatos de los abuelos y en viejas fotografías que conservo. La abuela Agustina me contaba de su pueblo, describía como se apoyaba en las sierras, como se entraba a las casas por una calle y el sótano tenía salida a la otra. Pero, ¿era lo mismo entrar por una puerta o por otra? No, porque el sótano oficiaba de granero y corral. El relato siempre me pareció fantástico porque en la chacra de 12 de Octubre, los animales no encontraban cobijo en las casas, sino en sus corrales. En 2007, caminaba yo por las calles solitarias de Valdeperillo (un pequeño pueblo que está a unos doce kilómetros de Igea), todo era silencio y soledad. Las casas mejor mantenidas eran habitaciones de fin de semana o vacaciones. Allí parecía no vivir nadie. De pronto, di con una fuente, un grifo público, y un cartel que decía “agua apta para el consumo humano”. Sorprendido seguí caminando. Me apoyé sobre unas tablas que oficiaban de puerta. Sentí la fuerte agitación de un ser vivo detrás de ella... el gruñido del animal molesto, me permitió advertir que se trataba de un cerdo. Un cerdo pacía, ¿esperando su San Martín?, en el interior de una vivienda de Valdeperillo... Y ya no pude arrancarme del asombro y volver a la caminata paciente de un turista que nada tiene que ver con el lugar y saca fotos para mostrar a sus amigos... estaba en un lugar íntimo, entrañable, que indudablemente también era mi vida...
De esas tradiciones y de esos cuidados vinieron mis abuelos. En Mataderos, a mediados del siglo XX, aún había quintas y gallineros en algunas casas. En casa, había dos limoneros, un mandarino, un laurel y tres parras y u pequeño cuadrado de tierra en donde mi abuelo sembraba radichetas. El gallinero era aún dormitaba en la memoria familiar. Oscar y Maruca tuvieron durante años una quinta en su casa de La Tablada. Pero fue en 12 de Octubre donde la tradición riojana se conservó plenamente.
Allí la familia se levantaba muy temprano. Tío Pichón, por ejemplo, ordeñaba las vacas a las cinco de la mañana. Mi abuelo tenía clientes para esa leche en el pueblo. Doña Agustina preparaba las botellas con leche recién ordeñada que don Eugenio repartiría. El primero que se levantaba, avivaba el fuego en la cocina económica. Todos intercalaban sus tareas con un desayuno que consistía un gran tazón de leche o mate amargo y galleta de piso con manteca casera. Cuando todo estaba listo, el viejo cargaba las botellas en el sulky y, si daba para ello, un tarro de 50 litros para llevar a la usina de acopio que había en el pueblo para proveer de leche a los centros urbanos. A la vuelta traía vituallas y víveres, pero nunca verduras, huevos y otros elementos que se preparaban en la casa para consumo de la familia.
Doña Agustina, mujer bravía, ayudaba como el que más en las tareas rurales, pero dedicaba buena parte de su tiempo para preparar los alimentos para la familia. A veces daba de comer a las gallinas y recolectaba huevos, preparaba queso y manteca y mantenía la quinta cercana a la casa. Cuidaba mucho esa quinta (no más que la casa, pero casi). Ordenaba surcos y almácigos, sembraba y carpía, quitando pasto y malezas, conducía el agua para el riego en los momentos oportunos. Cuando era necesario, cosechaba los frutos que estaban maduros. Era maravilloso verla ir a la quinta y elegir lo mejor para preparar el almuerzo justo en el momento en que tenía que llevar esos productos a los fuegos o las ensaladeras. Éramos pobres, dice mi tía, y comíamos lo que había... si no había tomates, el estofado se hacía sin tomates... si no había morrones, se prescindía de ellos. Yo no veo pobreza, sino riqueza en esa vida. Riqueza y sabiduría para enfrentar la necesidad con el producto del diálogo entre las manos conservadoras de memorias ancestrales y la tierra. En esa época, en mi familia, no había alergias que impidieran ese contacto, ese diálogo.
La abuela preparaba conservas de tomate, ajíes y berenjenas; quesos y manteca; escabeche con animales que ocasionalmente los hombres cazaban. Pero lo más importante era, en los días más crudos del invierno, carnear un chancho y hacer las facturas que se consumirían a lo largo del año, hasta el próximo invierno.
El gastrónomo Miguel A. Román publica notas muy interesantes en internet. Sigo con pasión sus textos, recientemente he leído uno que se denomina “A cada puerco le ha de llegar su San Martín” (consultado el 13 de Octubre de 2011 en http://librodenotas.com/encasadeluculo/9954/a-cada-puerco-le-ha-de-llegar-su-san-martin). Describe allí, como las familias campesinas españolas criaban un cerdo para matarlo con los primeros fríos del invierno, generalmente el 11 de noviembre que es el día de San Martín de Tours, lo que explica el origen del dicho. El texto me encantó porque me hizo acordar del sacrificio del chancho de la familia en 12 de Octubre. Sólo que el día de San Martín, en la pampa húmeda es primavera y, por ello, la matanza se hacía a fines de Junio o principios de Julio.
Mi abuela en persona ultimaba al porcino al que le daban múltiples aplicaciones. Con la sangre preparaba morcillas según las dos grandes tradiciones españolas: la castellana con arroz y la vasca con cebolla de verdeo. En La Argentina, llamamos morcilla vasca a la que lleva pasas de uvas y un dulzor aportado por el agregado de azúcar en proporciones moderadas. Mi abuela le agregaba pasas de uva a la morcilla con arroz. Los costillares no se conservaban, se consumían asados en esos días. Los cortes que se aprovechaban para los encurtidos eran la bondiola, el jamón (casi nunca le usaba la pata entera, sino trozos deshuesados) y el tocino. Con las partes cartilaginosas (v. g., las orejas y otros recortes), se preparaba el queso de chancho. Las grasas que podías separarse de los músculos, luego de un proceso de cocción, aportaban los chicharrones y la manteca de cerdo que tenía muchas utilidades en la cocina. Todo se aprovechaba para hacer esas facturas exquisitas de sabores inigualables y de energías prometidas. Todo se aprovechaba, pero la vedette, el gran producto eran los chorizos que puestos a secar en un lugar fresco, o en recipientes llenos con la misma grasa del animal, daban alimento sustancioso durante todo el año por venir. En verano era un placer comerlos en el desayuno con un pedacito de galleta y manteca casera que mi abuela preparaba con la leche de sus vacas.
Otro producto de la carneada era el unto sin sal. Se trataba de la grasa de cierta parte del cerdo que era conservada en el velo y que servía como remedio casero. Mi tía recuerda que era muy útil para evitar la infección en las heridas que se producían con facilidad en la rudeza de las tareas del campo.
12 de Octubre era estación del Ferrocarril Belgrano. Cuando el invierno estaba muy avanzado, recibíamos carta de mi abuela. Había que ir un determinado día, en un determinado horario, a la estación Tapiales, la más cercana a Mataderos. Allí nos esperaba una caja de madera terciada, cerrada con un candado. Era la encomienda que la abuela enviaba. En el fondo solía haber queso, chorizo, queso de chancho, morcilla y arriba huevos frescos. Gracias al buen dispositivo de estibaje y a la solidaridad de los ferroviarios que conocían perfectamente el contenido de esas cajas, todo llegaba a la ciudad en perfecto estado.
Pero esas costumbres se fueron perdiendo en la ciudad y en el campo. En la ciudad nos alejamos cada vez más de la naturaleza. En aquellas casas en donde aún se conservan parrales, por ejemplo, se aprovecha la sombra fresca en el verano, pero se cortan los racimos de uva poco antes de que maduren. ¿Son tan razonables las razones para ello? Cuando las uvas maduran, dicen, la casa se llena de ratas. Me pregunto si no hay manera de combatirlas (mi abuelo lo hacía). Sí, tal vez, pero queda el problema de la suciedad que las uvas caídas y aplastadas sobre el piso dejan. Algo anda mal en Buenos Aires. Cuando veo como crecen en la ciudad las patologías provocadas por las alergias en la primavera, no dejo de asombrarme de cómo nos enferma la vida, de cómo nos enferma el contacto puro con la naturaleza.
Lo cierto es que la quinta y la granja (los animales para consumo en la familia) están en franca retirada como nos cuenta Miguel A. Román en el texto que citamos... pero, ¿están totalmente en retirada?
Mi tía vive hoy en la Ciudad de 9 de Julio, su trabajo está relacionado con servicios estrictamente urbanos y, aunque la ciudad no es tan grande, pasa muchas horas de su vida trabajando fuera de la casa. Sin embargo, tiene una pequeña quinta y algunos árboles frutales que sigue cuidando. Mi prima Verónica tiene veintitantos (no tantos) años. Su marido es contratista de obras. Pasa muchas horas fuera de su casa, pero cuando regresa, su quinta está esperando sus cuidados... en rigor, espera los cuidados de la familia porque todos contribuyen en su mantenimiento.
En la actualidad hay un resurgir de la carneada y de la elaboración de facturas de chancho. A veces es por motivos más comerciales que de vindicación tradicionalista porque hay una cierta inclinación a valorar los chacinados artesanales sobre los industriales. No sólo no está mal, sino que está muy bien porque mejora la calidad de vida. Hay quien se interesa en la búsqueda de los mejores productos para su cocina, lo que asegura un destino para las huertas. Hay muchos que conservan la huerta y buscan las facturas de chancho artesanales porque eso los conecta con una identidad que aún tiene oportunidades de seguir viva. No es difícil encontrar en 9 de Julio carnicerías que ofrecen con orgullos esas facturas que son de producción propia, como tampoco panaderías que hornean distintos tipos de galleta.... ¿y en Buenos Aires? Hasta hace un par de años, cuando el cuerpo aún les respondía, mis tíos Oscar y Maruca conservaban la costumbre de cultivar tomates en su casa de La Tablada.
Es Octubre y la primavera se insinúa con su carga de vitalidad. Decidí emprender el regreso a media mañana. Pasé a saludar a mi tía. Me esperaba con una bolsa de facturas de cerdo que prepara el carnicero que tiene su negocio a la vuelta de su casa... y con un enorme atado de acelgas recién cortadas de su quinta y unos frutos bien maduros del limonero que allí se enseñorea. Ya en Buenos Aires preparé una tarta pascualina... hacía mucho tiempo que no comía algo que tan exquisito. Mis humildes macetas con orégano, menta, tomillo y romero enrojecieron de envidia.