sábado, 28 de enero de 2012

El quatorzieme y las supersticiones de la civilización

Lucio V. Mansilla (1831-1913), militar y escritor argentino, es reconocido como uno de los mayores exponente de la llamada Generación del 80. Entre sus obras más importantes de encuentra Una excursión a los indios ranqueles, donde expuso las experiencias obtenidas en la expedición que encaró en 1867 bajo directivas del Gobieno Nacional. La técnica utilizada para relatarlas es el uso de un estilo espistolar. Efectivamente, los capítulos tienen la forma de cartas dirigidas a un amigo, Santiago Arcos; pero sólo se representa en él un destinatario retórico, un recurso para justificar el estilo.
Uno de los ejes temáticos del libro conciste en tratar de demostrar que los bárbaros ranqueles no son tan bárbaros como los civilizados. Aquí describe una costumbre de la burquesía francesa a mediados del siglo XIX que expresa una marcada superstición a la hora de sentarse a la mesa. El texto es curioso porque son pocos los burgueses argentinos que, seducidos por las luces de París, admitan que también hay que dejarse seducir por la barbarie.(1) 
“Ayer fue martes; mal día para embarcarse, casarse, presentar solicitudes, pedir dinero a réditos y suicidarse.
A más de ser martes, esta carta debía llevar, como lleva, el número trece, número de mal agüero, misterioso, enigmático, simbólico, profético, fatídico, en una palabra, cabalístico.
Las cosas que son trece salen siempre malas. Entre trece suceden siempre desgracias. Cuando trece comen juntos, a la corta o a la larga alguno de ellos es ahorcado, muere de repente, desaparece sin saberse cómo, es robado, naufraga, se arruina, es herido en duelo. Finalmente, lo más común es que entre trece haya siempre un traidor.
Es un hecho que viene sucediéndose sin jamás fallar desde la famosa cena aquella en que Judas le dio el pérfido beso a Jesús.
Es por esa razón que en Francia, nación cultísima, hay una industria, que no tardará en introducirse en Buenos Aires, donde todas las plagas de la civilización nos invaden día a día con aterrante rapidez. El cólera, la fiebre amarilla y la epizootia le quitan ya a la antigua y noble ciudad, el derecho de llamarse como siempre. Pestes de todo género y auras purísimas; es una incongruencia.
Debiera quitarse nombre y apellido, como hacen los brasileros, en cuyos diarios suelen leerse avisos así: "De hoy en adelante, Juan Antonio Alvares Pintos, Bracamonte y Costa, se llamará Miguel da Silva, da Fonseca e Toro. Tome buena nota el respetable público."
Es una excelente costumbre que prueba los adelantos del Imperio. Porque mediante ella, los pillos hacen sus evoluciones sociales con más celeridad. En un país semejante, Luengo no tendría más que poner un aviso para ser Moreira, persona muy decente.
La industria de que hablaba toma su nombre de los que la ejercen, llamados le quatorzième (decimocuarto).
Le quatorzième, no puede ser cualquiera. Se requiere ser joven, no pasar de treinta y cinco años, tener un porte simpático, maneras finas, vestir bien, hablar varios idiomas y estar al cabo de todas las novedades de la época y del día.
Cuando alguien ha convidado a varios amigos a comer en su casa, en el restaurant o en el hotel, y resulta que por falla de uno o más no hay reunidos sino trece y que se ha pasado el cuarto de hora de gracia concedido a los inexactos, se recurre al quatorzième.
¡Cómo han de comer trece, exponiéndose a que bajo la influencia de malos presentimientos, la digestión se haga con dificultad!
Se envía, pues, un lacayo en el acto, por el quatorzième. En todos los barrios hay uno, así es que no tarda en llegar; es como el médico.
Entra y saluda, haciendo una genuflexión, que es contestada desdeñosamente; y acto continuo se abre la puerta que cae al comedor, o no se abre, porque los convidados pueden estar en él o por cualquier otra razón, y se oye: monsieur est servi!
Siéntanse los convidados. ¡Qué felicidad! ¡La sopa humea de caliente, no se ha enfriado! La alegría reina en todos los semblantes. Han comenzado a sonar los platos, chocarse las copas. De repente óyese un grito del anfitrión:
-¡Ahí está al fin! Siéntese usted donde quiera, que los demás no vendrán ya.
Y Monsieur de la Tomassière (en un tipo de este apellido, Paul de Kock ha personificado el tipo de esos amigos fastidiosos que siempre llegan tarde), se presenta y se sienta, pidiendo disculpas a todos y protestando que es la primera vez que tal cosa le sucede.
Mientras tanto, le quatorzième ha visto una seña del dueño de la casa, que en todas partes del mundo quiere decir: retírese usted y sin decir oste ni moste se ha eclipsado. Iba quizá a probar la sopa, cuando Mr. de la Tomassière se presentó.
Al llegar a la puerta de la calle de donde vive, se halla con un necesitado que le espera. En otro banquete le aguardan con impaciencia. Han buscado varios quatorzième, no hay ninguno. Esa noche dan muchas comidas, hay muchos inexactos o un exceso de previsión y la demanda de quatorziéme es grande desde temprano.
El quatorzième marcha; llega, igual escena a la anterior. Tiene que desalojar su puesto antes de haber probado un plato siquiera de cosa alguna.
Al volver a llegar a la puerta de su pobre mansión, otro necesitado. Le sigue con éxito semejante al de los pasados convites.
Hay noches en que las idas y venidas del pobre quatorzième exceden toda ponderación.
Ha ganado bien su dinero, porque cada viaje se paga, pero ha pasado por el suplicio de Tántalo.
La civilización de Buenos Aires debe pensar seriamente en esto. No soy un alarmista. Pero sostengo que así como estamos amenazados de muchas pestes por falta de policía municipal, hace muchos años que la educación se descuida en inculcar en los niños esta idea: uno, de los mayores defectos sociales es hacer esperar.
Tan es así, que me acuerdo yo de un andaluz que vivió once años de huésped en casa de una tía mía. Un día anunció que se iba a su tierra. ¡Ya era tiempo! Su despedida consistió en esto:
-Señora, usted no puede tener queja de mí, siempre he estado presente a la hora fija de almorzar y comer.
Con lo cual se marchó, habiendo dicho no poco, que el que no ha esperado jamás gente a comer, porque nunca ha dado comidas, habiéndose limitado a comerlas, no sabe lo que es esperar a un huésped o a un convidado.
Indudablemente, debe haber una enfermedad que los médicos no conocen, proveniente de la impaciencia de esperar gente a comer.
La ciencia no tardará en descubrirla y en agregarla a la nomenclatura patológica.
Creo haberte explicado suficientemente, Santiago amigo, que si esta decimotercia carta no se publicó ayer, ha sido porque fue martes y porque su número es fatal.”
Notas y bibliografía:
(1) Mansilla; Lucio V.; Una Excursión a los Indios Ranqueles.; Buenos Aires, CEAL, 1967; Tomo I; cap. XIII, pp. 77-79. Leído en  http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/cronicas/ranqueles/ranqueles_00indice.html, el 9 de setiembre de 2011

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