sábado, 28 de noviembre de 2015

Notas al pie de la vid

Por José Fernández Erro

(Nota de El Recopilador de sabores: debo a la amable constancia de José, quien soportó estoicamente la densidad de mis textos, los siguientes apuntes que fueron elaborados al compás de su lectura. Es por ello, que he decidido publicarlos, con el consentimiento del autor, conservando la estructura de capítulos de mis artículos. M. A.)

Introducción
Estas son notas al pie de los artículos publicados por Mario Aiscurri sobre la cocina de los Valles Calchaquíes. Por tratarse de una tierra viñatera, di en llamarlas notas al pie de la vid. Escribir notas al pie tiene su riesgo y atrevimiento. El riesgo es que, escritas al paso de la lectura del texto original, pueden perder el hilo temático que pertenece a éste. El atrevimiento es querer superponer lo propio a lo ya hecho. Por eso, mis notas no pretenden ser los racimos fecundos que Aiscurri ya ha vendimiado sino apenas la melesca que queda tras la cosecha. Solo pretendí hacer con ellas un patero de entrecasa para celebrar la alegría de comer y beber entre amigos. 

Las imágenes fueron tomadas de El Recopilador de sabores   

De expectativas y prejuicios
Fue importante el papel de las peñas, con el éxito y la difusión del folklore, en la introducción de la comida regional norteña en Buenos Aires. La empanada más ofrecida no era la salteña y hasta diría que la papa y la cebolla de verdeo no satisfacían el gusto local. Recién en 1969, cuando Los Fronterizos y Los Chalchaleros estaban en lo más alto de la fama y durante mi primer viaje a Salta, pude ponerme de novio con la empanada salteña en lo de Ignacio, desaparecido boliche de la calle España, Siempre hablando de lo que sucedía en Buenos Aires, el locro era la comida de rigor en las peñas durante los meses de invierno y a éste y las empanadas habría que agregar las humitas, los tamales y el quesillo con miel de caña. Como maridaje, ya dentro de la década del 70,  lograron singular éxito el torrontés Etchart Privado, como vino fino, y los vinos salteños de damajuana de Etchart, Michel Torino y Domingo Hermanos, como vino popular de los asados. La carbonada, en cambio, nunca tuvo demasiada aceptación. Tan grande fue el éxito de la comida regional norteña que se difundieron los restaurantes especializados, de los cuales el más famoso fue uno llamado Quitaucho que llegó a tener varias sucursales. La cocina regional creció al margen de la cocina de lujo o de autor (no había tantos autores en ese tiempo) o, en todo caso, a través de recetarios, empezando por el libro de la Petrona (no olvidemos que era santiagueña) y siguiendo por un sinnúmero de libritos, entre los que recuerdo con especial cariño el de Margarita Palacios (oriunda de la Santa María que menciona Aiscurri al comienzo).

En relación a la difusión de la cocina nacional con firma, no debería olvidarse el aporte de Mallmann, cuando vino de vuelta de sus veleidades francesas en busca de su infancia patagónica. Si hablamos de la cocina de autor en el norte argentino, Salta no es de mis sitios preferidos. Doxandabarat ha hecho una propuesta creativa con Osadía, usando productos regionales, pero la ha instalado en un ambiente frío de descuidada atención. Al menos esa es mi impresión tras varias visitas, acaso por un mal entendimiento entre lo barroco de los platos y lo muy posmoderno del ambiente. José Balcarce, que contra lo que alguien podría suponer no queda en la calle Balcarce sino en Mitre y Necochea, es otro restaurante que ha llevado con dignidad la tan vapuleada cocina andina a lo largo de los años aunque con bastantes altibajos. En Jujuy he encontrado mejor gastronomía de autor que en Salta: Sergio Latorre en El manantial del silencio purmamarqueño, Garo Iurincic en su frustrada experiencia tilcareña o Los Morteros, también en Purmamarca, creación de Gloria Diez Peña quien según tengo entendido ahora anda por Maimará.                 


De la literatura gastronómica regional
La literatura regional, no solo la culinaria, tiene serios problemas desde hace muchos años. Quien anda buscando poetas provincianos por todas partes sabe lo difícil que es hallar sus libros. Ahora parece haber cierto reverdecimiento en Salta y han salido las obras de algunos de ellos. Los problemas se agudizan cuando uno busca libros de historia y si busca gastronomía la situación es crítica.


De los restaurantes populares
Al igual que con los de autor, para los restaurantes populares sigue siendo mejor Jujuy. Merecen alabanza los pejerreyes de La Ciénaga, el picante de gallina de Humahuaca y el guiso de cordero de Iruya (que es Salta pero tiene costumbres muy jujeñas). Locros como los de antes casi no los hay. Es bueno el de La Casona del Molino en Salta.
Si hay un lugar donde no se debe preguntar por un buen restaurante, ese es una oficina de turismo. En realidad, además de pedir un mapa, poco se puede hacer en una oficina de turismo. A los buenos lugares, más que por recomendación, se llega por instinto y búsqueda, con su consecuente saga de intentos fallidos. En todo caso, cuando quiero una recomendación, empiezo a estudiar la gente que anda por la calle y cuando veo un gordito con cara de buen comedor y bebedor, le pregunto. Como hacedora de buenas empanadas en Salta, además de La Casona del Molino, que también las hace de carne, se mantiene en pie La Casa de Oro. En mi último viaje se me dio por probar el restaurante de un hotel boutique consagrado al vino. Grueso error: eran incomibles las empanadas descongeladas que trajeron. Perdieron un cliente porque jamás me alojaré allí, cosa que en un principio había considerado. Comí buenas empanadas tucumanas en un boliche cercano a la estación de trenes de San Miguel, pero no sé si podría reencontrarlo porque me llevó en auto gente del lugar.  Por cierto, se come bien en el restaurante frente a la plaza de Chicoana mientras uno va recordando las hazañas de Luis Burela. De puro desconfiado, dudo que sea Chicoana, un típico pueblo del valle de Lerma, la cuna del tamal de charqui. Es un dato que habría que corroborar.
La gastronomía cacheña me parece la más destacada de los Valles. Una gran experiencia fue La Candelaria de un Cherelo que se volvió a su Orán. Sobreviven, la Hostería del ACA, Viracocha y Ashpamanta. Más recientemente, Catalino ha hecho una interesante y elegante propuesta. No he tenido ocasión de caer en la Sala de Payogasta, pero ya lo haré. Siguiendo con las preferencias vallistas, agrego tres: La posada del Gobernador en Molinos, Terruño en la plaza de Cafayate y el restaurante de la bodega Piatelli camino a Yacochuya.

Cabritos los hay por todos lados pero el problema principal, como en el planeta, es el calentamiento global. Cuando está hecho en cazuela, no pasa nada si lo sirven recalentado, pero hay que tener suerte si se lo pide al horno o a la parrilla. Lo que recién hecho puede ser glorioso, recalentado se vuelve charqui o goma.
Tamales y humitas también requieren suerte y es mejor comerlos en lugares chicos, como tu experiencia de Chicoana o La Poma. Suelen ser los viejos tamales y humitas populares de la adolescencia. En los restaurantes de más movimiento, como los de Salta o Cafayate, saben tenerlos congelados y no siempre los calientan bien.
La llama y la quínoa son dos antiguos productos que han sido remozados y tienen mucho potencial para los creadores. Esperemos que el ancestral cereal de los aymaras llegue lejos y que éstos no se ofendan porque la gente de ahora guisa los animales que ellos consideraban sagrados y no comían. Acabo de comer una muy buena guarnición de quínoa que acompañaba a una trucha en el restaurante que tiene Rebaudino en Buenos Aires.   


De la música en los restaurantes y en las radios del camino
Más allá de que, para bien o para mal, se suelen ambientar algunos restaurantes, lo de la música criolla da para largo y es otro asunto. A modo de resumen, diré que el comentario de Aiscurri es acertado pero parcial. En Salta se escucha bastante folklore, de entrecasa, en algunos sitios más apartados o en las calles, dividiéndose las aguas entre los seguidores de Los Nocheros y los del Chaqueño Palavecino. Cada salteño, en el fondo, sigue siendo un guitarrero y considero válido el dicho que escuché una vez a uno de los Teruel: Si en todas partes billetera mata galán, en Salta guitarra mata billetera. Lo que no quita, que la cumbia haga estragos. Son cosas de nuestra cultura popular. Aunque a veces subterráneo, como en el Puente del Diablo de La Poma, el río de la canción criolla sigue corriendo en nuestra tierra. La Casona del Molino es un buen ejemplo. Tengo a cuestas muchas noches en ella, algunas gloriosa y otras aburridas. Hay que tener en cuenta que funciona como caidero y los guitarreros de veras caen después de medianoche.


De la interpretación de la cocina
Aiscurri encabeza un capítulo con esta cita de Marcelo Ávarez: Farb y Armelagos definen una “cocina” como una estructura que incluye cuatro elementos: 1) un limitado número de alimentos seleccionados de entre los que ofrece el medio (por capacidad de acceso y utilización de energía); 2) el modo característico de preparar esos alimentos (cortados, asados, cocidos, hervidos, fritos, etc.); 3) el principio o los principios de condimentación tradicional del alimento base de cada conjunto social; y 4) la adopción de un conjunto de reglas relativas al “status” simbólico de los alimentos, el número de comidas diarias, que los alimentos se consuman individualmente o en grupo, etc. Las cocinas, así consideradas, pueden tener varias dimensiones (étnica, nacional y/o regional, etc.).
La verdad es que esta cita me suena difícil y poco clara. Ya que este es el año de Santa Teresa, por qué no escribir sencillo como ella. Escribe como habla, decía de la santa Dámaso Alonso, y viceversa, cuando uno habla con un abulense parece que estuviera leyéndola. Una buena cocina necesita tres cosas: ingrediente, oficio y sabiduría. Lo del ingrediente se resume con el dicho: no saldrá de tu olla nada mejor de lo que pongas en ella (que lo he visto en muchos lados por lo que no creo que sea de autoría de Santi Santamaría). El oficio es lo que diferencia un cocinero profesional de un aficionado como uno. La sabiduría es lo que se hereda en la casa y se aprende andando y viendo. Después, a modo de sal o de pimienta, está el talento creador que el cocinero agregue a esas tres cosas, ya en los dominios del arte, como quien pinta un cuadro o escribe un poema. Así de simple.


De los productos consagrados
Respeto la obsesión de Aiscurri porque sobre gustos no hay nada escrito pero, habiendo tantas y tan buenas carnes frescas de norte a sur de la Argentina, ¿para qué obsesionarse con una carne de emergencia, modo de conservación que tenían los viajeros cuando no existía la heladera? 
En lo de los vinos, conociendo a Guarany e Isella, no creo que lo de macho sin dueño aluda al torrontés. Más bien lo veo referido a esos tintos peleones de la juventud, muy alcahuetes ellos porque dejaban los labios moradísimos. Gracias a Dios, el mapa del vino salteño se extiende y cambia año a año. En cada viaje se descubre uno nuevo y cada vez son más las marcas y terruños. Con el crecimiento también viene la desigual calidad, muchas veces sesgada por la comercialización, y en este terreno se mueve uno, sin perder el norte del Norte que es beber y cantar. Dentro del panorama descrito, me place que los tintos vayan ganando su lugar aunque sea en desmedro del afamado torrontés.    

Tengo deudas con Amblayo porque nunca he podido llegar debido a las dificultades camineras que plantea la cuesta de Isonza. Siempre quise ir allí, desde mis primeras lecturas de Juan Carlos Dávalos: Al lado de la fonda en que vivo, de Indarte... Espero llegar algún día. Cuando Aiscurri habla de los quesos de Amblayo, debería decir que se trata de los tradicionales quesos de cabra, tan diferentes por ejemplo de los de Tafí y que no a todo el mundo gustan. Tres son los que compiten en fama: los de Amblayo, La Poma y El Tonco. Unos y otros llegan en forma indistinta al mercado de Salta o a los almacenes de Cachi. No me alcanza el paladar para decir cuál prefiero, aunque por puro sentimiento me quedo con el pomeño que, en el verano y acompañado de las habas del lugar, es extraordinario. Hay un viejo muy simpático que los vende en el mercado de Salta.

De los productos con identidad de origen reconocida en Buenos Aires
Cabras de Cafayate, los quesos que hace el hijo de Palo Domingo, se envasan adecuadamente y los he visto en Buenos Aires. Vale la pena visitar su fábrica con altos estándares de producción en las afueras del pueblo. Los de Tafí no sé cómo se comercializan. En cuanto a los quesos rústicos como los de Amblayo, he visto algunos de procedencia dudosa en Liniers pero jamás me les animaría. Son quesos jóvenes y supongo que bastante inestables sin los adecuados frío y frescura.

Si uno va a los Valles a fines de marzo o principios de abril verá los pimientos secándose al sol que tan bien pintó Miro Barraza. Pimentones los hay de varias calidades que, sin tener yo los conocimientos de mi tocayo ingeniero, puedo distinguir a tientas. Alguna vez me explicaron, precisamente en Payogasta, las diferencias en la selección y la molienda, pero la verdad es que me he olvidado de esos tecnicismos. Cuando voy a Salta, según el viaje, compro en este orden de prioridades: la Sala de Payogasta, el almacén que está frente a la plaza de Cachi y el mercado de Salta. Ocasionalmente compré uno excelente que vende el belga de la cerveza Me echó la burra en su hostería de San Carlos. Más de una vez, comparando sabores con Paco, mi hijo cocinero de Sukaldea, hemos dicho que el pimentón calchaquí nada tiene que envidiar al de Murcia. Creo que nuestros pimentones tranquilamente pueden alcanzar la calidad de los españoles conservando su propia personalidad. El problema, como explicó mi tocayo, está en la línea que va del labriego al paquete. En España está perfectamente trazada para cualquiera de sus productos: vino, pimentón, jamón, miel, azafrán, turrón y todo lo demás que a uno se le ocurra, con sus matices de calidad y precio. Aquí, con la excepción de los vinos, no.
Creo que es un delirio inventar una máquina de hacer charqui cuando, siguiendo la línea de los párrafos precedentes, podría traerse en tiempo y forma de sus lugares originarios. Me parece que el clima debe influir mucho en su elaboración. Con respecto a lo que le dijeron a Aiscurri en Almacén Secreto y Miriam, un consejo: no se crea todo lo que le dicen. Sin saber hacerla ni querer aprenderla a hacer, pienso que el principio de una buena crítica gastronómica, como el de cualquier ciencia, es la desconfianza. Me parece que los cocineros y sus secuaces mienten más que los pescadores.
 
De las DOC
Coincido en el uso de la razón para implementar las DOCs. En primer lugar, no creo que se contrapongan con el concepto de orgánico o biológico, que es harina de otro costal. En segundo lugar, habría que ver qué es una DOCs. ¿Un concepto territorial o, como en los vinos europeos, además una composición determinada? Un rioja no es un rioja solo por ser de La Rioja. Lo  mismo pasa con un jabugo que además de ser de Jabugo tiene que ser de bellota. Finalmente, empecemos por la calidad, eso que Aiscurri llama trazabilidad, y después veamos. Lo de la creatividad del argentino aplicado a esto me parece que no tiene nada que ver. Además, si el tango es producto de músicas diversas por la creatividad argentina (en todo caso porteña o al menos urbana para no dejar afuera a Rosario y Córdoba), muy creativos han de ser los chilenos con su cueca, los brasileros con su samba o los mexicanos con sus boleros. Prácticamente todas las músicas populares y más las vinculadas a los puertos son producto de innumerables mezclas que se pierden en la noche de los tiempos.
Es muy loable el emprendimiento de los Señores Alonso y Ruiz de los Llanos, pero nada diferente de la vieja cocina criolla que conocimos de mozos y ahora sucumbe ante la masividad y el consumismo. En los Valles la llaman economía de subsistencia. Me aclaraba una vez un cacheño, precisamente amigo del Señor Ruiz de los Llanos, que el concepto de subsistencia no significa pobreza o supervivencia, sino la capacidad de alimentarse con los productos de la propia casa. Ni más ni menos que lo que hacen Alonso y Ruiz de los Llanos. Ni más ni menos que lo que hacían mis antepasados en Gorostiaga.  

En un sitio de noches frescas como el valle de Cachi, no veo por qué no pueda ofrecerse un locro o una cazuela de cabrito en primavera o incluso en verano. Si la estacionalidad fuera determinante, la fabada asturiana habría desaparecido. Además, hay unas mil alternativas, en las que la quínoa y la llama que Aiscurri menciona bien podrían participar. En lo de "Cocina de Salta" permítaseme al menos ser escéptico. Que los salteños se pongan a cocinar como Dios manda y a cuidar sus productos como lo hacen Alonso y Ruiz de los Llanos. Lo demás vendrá por añadidura, como a la larga le vino al vino. ¿Quién iba pensar hace veinte o treinta años que el vino salteño iba a estar posicionado donde está hoy?
En mi experiencia campesina, los españoles e italianos que sabían facturar se han muerto y también lo han hecho sus descendientes. Ya casi no queda gente en Gorostiaga que sepa hacer buenos chorizos. En España e Italia la tradición productiva se mantuvo. Por eso, si yo fuera descendiente de italianos y decidiera poner una fábrica de chorizos, probablemente también viajaría a Italia para aprender. Esto no sería una falla en la autoestima sino un rasgo de la creatividad que mencionaste más arriba.

De los caminos por recorrer.  
El camino a Amblayo sigue siendo el mismo de cuando iba Juan Carlos Dávalos y sus productores de quesos, que difícilmente tendrían aceptación masiva, los hacen en pequeña escala. Por supuesto que sería muy bueno que esa comunidad fuera promovida con camino y aporte de tecnología, pero su impacto productivo sería ínfimo comparado con las posibilidades de los Valles o el Chaco salteños.

La Ruta del Vino es una buena iniciativa turística, nada original por cierto porque rutas del vino las hay en todo el mundo. Necesitaría, eso sí, algo más que poner carteles. De todos modos, lo que importa es la producción y el crecimiento económico y social que ella genera, como se ve claramente en Cafayate. A propósito, te cuento una anécdota. Cuando con mis escasos dieciocho años llegué por primera vez a Cafayate con Manolo González, fuimos a visitar a Rodolfo Bravo, arqueólogo autodidacta que tenía el museo aún mantenido por sus herederos. Con entusiasmo le hablamos de la necesidad de hacer buenos caminos para que la gente visitara los Valles, a lo que Don Rodolfo respondió: - Los caminos están muy bien, pero lo más importante es traer agua. Acto seguido nos explicó cómo podía aumentarse diez veces el área viñatera de la zona. Cuando voy ahora a Cafayate y me acuerdo del Cafayate que conocí en 1969 comprendo cuánta razón tenía Don Rodolfo.  


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