sábado, 7 de noviembre de 2015

La cocina en el Valle Calchaquí III: productos y obsesiones

“Farb y Armelagos definen una “cocina” como una estructura que incluye cuatro elementos: 1) un limitado número de alimentos seleccionados de entre los que ofrece el medio (por capacidad de acceso y utilización de energía); 2) el modo característico de preparar esos alimentos (cortados, asados, cocidos, hervidos, fritos, etc.); 3) el principio o los principios de condimentación tradicional del alimento base de cada conjunto social; y 4) la adopción de un conjunto de reglas relativas al “status” simbólico de los alimentos, el número de comidas diarias, que los alimentos se consuman individualmente o en grupo, etc. Las cocinas, así consideradas, pueden tener varias dimensiones (étnica, nacional y/o regional, etc.).”(Marcelo Álvarez (1))
VI Productos consagrados.
Una cocina con identidad se puede describir a partir de la identificación de un conjunto de productos disponibles y de una serie de saberes socialmente constituidos relacionados con la producción y conservación de esos productos y con su preparación a partir de técnicas de cocción y combinación de ellos (esto incluye, por cierto, las bebidas que acompañan y los condimentos que se usan).
 
  Las imágenes pertenecen al autor
A su vez, un alta cocina, supone un refinamiento tanto en la calidad de los productos como en la creatividad y libertad aplicadas al desarrollo de los saberes estrictamente culinarios. Reservamos a estos saberes enriquecidos el rango de ser condición suficiente para acceder a la alta gastronomía; pero asignamos la condición necesaria a la calidad del producto y a las técnicas de su elaboración y conservación porque, parafraseando a Santi Santamaría, ni el mejor cocinero del mundo sacará de una olla lo que no haya puesto previamente en ella(2).
En este artículo, dedicaré algunas reflexiones a explorar el asunto de la calidad de los productos en el Valle Calchaquí, y en especial a los que están consagrados en los grandes mercados urbanos de La Argentina, es decir,  vinos, quesos, ajíes molidos y pimentones... también agregaré unos párrafos a mi obsesión, el charqui.
La fama de los vinos del valle Calchaquí atraviesa el mercado de Buenos Aires y llega a muchos rincones del mundo. Hay un sector de consumidores, entre los que me incluyo, que profesamos un amor casi insano por estos  caldos. Hemos vivido años buscando en non plus ultra del torrontés, vino único sobre la faz de la tierra, y también de sus tintos salvajes, pero entrañables. “Vino salteño, macho sin dueño” dice Horacio Guaraní(3), y razón no le falta. Somos una cofradía de amantes de la tierra, la poesía y los vinos de Salta. Pero no estamos solos. Los expertos en apreciación sensorial han descubierto la ubicuidad del torrontés como gran acompañante de las más diversas culinarias, desde la cocina regional salteña hasta las más exquisitas variantes del sushi oriental. Es una oportunidad para los vinos salteños que la tarea de estos profesionales, hayan trasladado el gusto subjetivo a la objetividad fundada de sus asertos.
Con todo, en Buenos Aires, aún tenemos una visión limitada de los vinos del Valle. Limitada a Cafayate y, más recientemente, a Molinos y su entorno territorial. Pero los vinos del Valle reconocen un recorrido muy amplio en la Provincia de Salta desde Payogasta hasta Tolombón. Además, el Valle se extiende hacia el sur, cruzando las fronteras provinciales. De este modo, encontramos muy buenos vinos en Colalao del Valle (Provincia de Tucumán) y Santa María de Yocavil (Provincia de Catamarca). Los tintos de San Pedro de Yacochuya y Finca Humanao estaban entre mis vinos favoritos hasta el viaje que hicimos con Haydée al Valle en octubre de 2014. Agrego, ahora, los tintos de Viñas de Payogasta y los blancos de Chico Zozzi de Colalao del Valle.  
Llegamos hasta el Valle Calchaquí a través de la bellísima ciudad de Tafí del Valle. Tenía un registro difuso acerca de la existencia de un queso típico del lugar. Conocía el relato legendario de una creación de los jesuitas en la misión que allí fundaron en el siglo XVII y de la conservación de su receta en secreto por una serie de familias locales. Nunca había probado ese queso, ni tenía idea del estado actual de su elaboración. Por fortuna, pudimos adquirir una horma que trajimos a Buenos Aires. Aún ignoro dónde se puede conseguir este queso en nuestra ciudad, pero valdría la pena que pudiéramos acceder a él.
Cuando salimos de Cachi hacia la ciudad de Salta, poco antes de llegar a la impresionante Cuesta del Obispo, hay un camino que se abre hacia el sur. El cartel indica que por allí se puede llegar hasta Amblayo. Desconocíamos la existencia de esta localidad, me pareció interesante registrarla como sitio de interés para un próximo viaje. Luego me enteré que sólo se puede acceder con una camioneta de potencia en las cuatro ruedas o a caballo en excursiones que se organizan desde la ciudad de El Carril en el Valle de Lema. En la ciudad de Salta probé el queso que allí se elabora. Es muy interesante... tanto como la intriga por saber cómo hacían los productores de Amblayo para hacerlo llegar a la capital de la provincia en cantidades suficientes como para tener un nombre entre los consumidores.
Desde hace unos años, tenía conocimiento de las bondades de los pimentones y ajíes molidos del Valle Calchaquí. Me los había hecho probar Ernesto Oldenburg en su restaurante de puertas cerrada 12 Servilletas del barrio de Belgrano. Habíamos tenido una cena deliciosa con Haydée en la casa de Ernesto y Carolina. Se lo comenté a mi huésped. Me respondió que la maravilla la había logrado el pimentón de Cachi, que había escrito un artículo sobre el tema para una revista de Buenos Aires y que, para ello, tuvo que recorrer todos los rincones de la pequeña ciudad en busca de esa gema y traer una buena proporción para Buenos Aires. Fue a la cocina y me trajo unos frascos para que oliera. Descubrí, entonces, un mundo desconocido. Volví a casa con ellos porque Ernesto tuvo la amabilidad de obsequiármelos.
Cuando preparábamos con Haydée nuestro viaje de octubre de 2014, leímos que también había excelentes pimentones y ajíes molidos en Santa María de Yocavil. De modo que regresamos a Buenos Aires con una gran provisión de estos productos adquiridos en Santa María y en Cachi. En la ciudad de Salta, tuve oportunidad de charlar sobre estos ajíes molidos y pimentones con Daniel Fernández (ingeniero tucumano que trabaja en el INTA en Salta). Daniel me contó que había un par de problemas técnicos que impedían estabilizar su calidad: la selección de las semillas y el método de secado. Abajo hablo un poco más de estos temas, pero aquí quiero subrayar que, a pesar de estas dificultades, el producto que traje me deja más que satisfecho cada vez que condimento las comidas cotidianas.
Finalmente, debo reconocer que tengo un comportamiento obsesivo con un tema: el charqui. Es que estamos en una época en donde se valoran algunos métodos de conservación ancestrales como piezas claves el el refinamiento y la alta cocina. Los ejemplos más claros son el sushi y el gravlax. En ese sentido, vengo pensando, desde hace algún tiempo, que hay lugar para el charqui (y también para el chuño) en ese limbo. De modo que en este viaje, no sólo busqué la presencia del charqui en la restauración del Valle, sino también en Buenos Aires. Si bien los juzgo insuficientes, los hallazgos fueron promisorios: Tamales de chicoana comidos frente a la misma plaza de Chicoana, Empanadas de charqui en la Casona del Molino en Salta y Cazuela de charqui en el restaurante Almacén Secreto Club en el barrio de Colegiales en Buenos Aires. Pero, de esos temas, hablo en otros artículos.     
VII Productos con identidad de origen reconocida en Buenos Aires. Problemas para establecer la trazabilidad.
Me he preguntado por las condiciones en que se puede reconocer la identidad de estos productos en el mercado de Buenos Aires y por la medida en que, esa identidad, lleve también una cierta garantía de calidad. Dicho de otro modo, me he preguntado acerca de cómo asegurar su trazabilidad y, adicionalmente, si para lograrlo, vale la pena intentar el desarrollo de denominaciones de origen controlada. Estas cuestiones me las he ido planteando desde hace varios años, y no solo en relación con el Valle Calchaquí.
Estas ideas fueron surgiendo de las contrariedades que he vivido como consumidor. Alguna vez compré ajíes secos en la dietética Polti (en el Barrio de Belgrano) para ensayar esas recetas de La Rioja española que llevan pimientos choriceros. Pregunté por el origen del producto que había visto en el mercado de San Miguel en Salta en el año 2006; pero los empleados del local manifestaron su más pura ignorancia. He dejado de comprar en Polti porque es excelente la dietética que tengo a la vuelta de casa (Av. Elcano entre Martínez y Delgado). El negocio es atendido por sus propietarios y tiene productos de excelente calidad. Cuando pregunto por el origen de un producto que me agrada, me responden que el proveedor lo trae de tal o cuál provincia. Es poco, pero es mucho más que vender sin saber qué es lo que se vende.
En el mercado boliviano de Liniers y en los negocios que venden productos regionales en la Feria de Mataderos, también me encontré con identificaciones genéricas muy amplias, como si las provincias de Jujuy o Catamarca, por ejemplo, fueran territorios pequeños y geográficamente homogéneos.
La imposición del envasado en origen a los vinos, desde hace ya muchos años, dio garantía de trazabilidad e indicios para evaluar la calidad a los productos de esta industria. De modo que, si nos traemos algunas botellas de buen vinito, por más pequeña que sea la bodega, tenemos asegurada la identificación del origen.
Pero, ¿qué ocurre en los otros? En el caso de los quesos, debo confesar mi ignorancia en relación a dónde conseguirlos en Buenos Aires. Tengo la impresión que, por el nivel de producción, los quesos de Amblayo, no llegan más allá de algunos mercados de la capital provincial (sé que se venden, por ejemplo, en el Mercado de San Miguel). Con relación a los quesos de Tafí del Valle, no sé si llegan a San Miguel de Tucumán. Ambas producciones tienen un fuerte reconocimiento local. Sé  del respaldo del Gobierno Nacional, Provincial, y de la misma embajada del Japón, hacia la producción de quesos en Amblayo(4) y pude percibir la pujanza de las estancias en Tafí del Valle(5). De modo que, no me sorprendería que llegaran en poco tiempo a Buenos Aires con su correspondiente garantía de su originalidad, si es que se aseguran un envasado adecuado.
Con todo, el hueso más duro de roer, está relacionado con la producción de pimentones y ajíes molidos. ¿Sería importante que La Argentina pudiera competir en materia de pimentones con España? No lo sé. Pero sí estoy seguro que sería muy importante que pudiéramos exportar la originalidad del ají molido. Yo mismo he visto como en España preparan chimichurris que algunos le llaman salsa argentina, sin ají molido (gran homenaje a nuestra salsa, pero con un resultado desangelado). En nuestro último viaje por Europa, en 2012, le dejé un frasco de este ají molido a Renzo Simonatto. Renzo en un buen amigo que viven en el límite entre el Veneto y el Friule en el norte de Italia. El aroma del ají molido le resultó adictivo, no pudo desprender la nariz del frasco por un largo rato. Creo que el contraste entre ambas imágenes fortalecen mi aserto en la oportunidad que nos ofrece este producto.
Daniel Fernández, sabio ingeniero del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), me ha dado noticias sobre las dificultades para establecer una adecuada trazabilidad de estos productos y para garantizar una calidad estable.
La identidad el productor se pierde por la alta concentración de la compra y comercialización de los mismos. Tres grandes empresas acaparan la compra y su posterior comercialización en los centros urbanos, ellas acuerdan entre sí el precio que están dispuestos a pagar. Esta concentración se manifiesta desde el momento en que el producto, ya seco, sales de las fincas, en el cuello de botella que supone la existencia de pocos molinos. En el Valle Calchaquí sólo hay tres, en Santa María (Molino Herrero), en San Carlos y un tercero creado recientemente en Cachi. Finalmente, los acopiadores venden masivamente los productos que son envasados en sus plantas cercanas a los centros urbanos de consumo. El pimentón que se compra en las góndolas del supermercado no sólo ha perdido la calidad originaria en la inflación de su peso, producto de su procesamiento industrial, sino que también ha perdido todas las señas de su origen concreto.
Los productores, en algunos casos han intentado alternativas. Se organizan en cooperativas, algunas incluso poseen equipamiento para la molienda, otras recurren a los molinos mencionados, pero venden su producto ya terminado. Sin embargo, no pueden discutir demasiado el precio ni garantizar su presencia en los grandes mercados debido al peso enorme de ese cartel de compradores que ya he mencionado. Tampoco pueden imponer la identificación del origen de sus pimentones y ajíes molidos por el costo que ello supondría(6).
Pero, para Daniel el problema comienza antes, en las dificultades que hay para garantizar una calidad estable. Le doy la palabra, porque es clara e ilustrativa del asunto:
“/.../. El principal problema a solucionar actualmente es el de calidad, como alimento y de producto. Allí surge una de tus preguntas. Si te fijas en las fotos del documento te darás cuenta rápidamente. El pimiento original utilizado era de la variedad trompa de elefante, que los productores multiplicaron sin hacer recambio de semilla y se comenzó a degenerar, por decirlo de alguna manera. ¿Cuál fue el principal problema?  Aumentó el picor. La variedad original es la misma pero se desvirtuó, hoy existe otras variedades que se trabajaron para reducir la pungencia, pero si toman la misma costumbre en unos años se volverán picosas. El otro problema está en el secado, la mayoría todavía lo hace tirado en el suelo (hay fotos) con lo cual por los vientos se llena de tierra, corre el riesgo de pudrirse e incluso andan animales, principalmente cabras, que pueden hacer estragos en el secadero. Hay métodos que sortean este problema, pero por una cuestión de costo, y la falta de un reconocimiento por mejor calidad por parte de los productores, no son adoptados. En esto no hay diferencia en calidad. Además los compradores luego estiran el producto, allí sí encontraras diferencia entre el que compraste en Cachi o Santa María con el que podes conseguir en Buenos Aires /.../. Las características del suelo, a diferencia con la vid, por ejemplo, y el secado no modifican el gusto. El problema está como te comenté en la falta de recambio de semilla que lleva a modificar por ejemplo el color y el picor.”(7)                 
Me he dado en pensar que hay circuitos alternativos que alimentan las dietéticas (algunas de ellas son grandes cadenas) y los mercados de Liniers (boliviano) y del Bajo Belgrano (chino). Sin embargo, cuando concurrí al mercado boliviano tuve la impresión, al percibir que el producto no variaba de local en local, que no deben ser muchos proveedores. Ya hablé de la trazabilidad genérica, en el mejor de los casos de los productos que allí se ofrecen. Estimo que, lo único que nos garantizan es que el producto es puro, sin los aditamentos con que la industria del envasado engorda la producción. También creo que, la dietética de Elcano, donde suelo comprar está fuera de todos estos circuitos. La dueña me cuenta que el pimentón se lo trae un señor directamente de Catamarca, aunque no puede identificar de qué rincón de aquella provincia.

Creo que los esfuerzos del INTA llegarán a buen puerto. Pero creo que hay que tener cuidado. ¿Cuál debe ser el standard de calidad? Porque si creemos que nuestros pimentones deben acercarse a la calidad de los españoles, estamos perdidos. Creo que debemos trabajar en estabilizar una calidad sobre la base se preservar la identidad del gusto. Sólo así podremos tener buenos chimichurris en La Argentina y, si somos inteligentes, en España, también. 
Finalmente, unos pocos párrafos al tema del charqui. El encargado de la Hostería de ACA en Cachi, asegura que el charqui es un producto caro y que esa es la razón por la que no lo usan en la cocina del establecimiento. Lo desmiente, parcialmente, el hecho de que comí productos con charqui en varios restaurantes (uno que se llama Orujo en Cafayate, otro cuyo nombre no registré frente a la plaza de Chicoana y en la Casona del Molino en la ciudad de Salta). Pero hay que tener en cuenta que el público que asiste a esos restaurantes puede ser diverso del que utiliza las instalaciones del ACA. De hecho me refirió que han tenido que sacar productos típicos de la carta porque el huésped de la hostería se inclina, mayoritariamente hacia el bife con papas fritas. De modo que ya no ofrecen carne de llama grillada y limitan el uso de este producto a unos sorrentinos.
En Buenos Aires he comido platos con charqui en dos restaurantes. En Miriam, restaurante boliviano del barrio de Liniers (Ibarrola entre José León Suárez y Montiel), y en Almacén Secreto Club, restaurante de puertas cerradas en el barrio de Colegiales. En ambos casos pregunté por el origen del producto.
En Almacén Secreto me aseguraron que lo traían de Salta. En Miriam, me dijeron que lo preparaban ellos, me explicaron que primero sancochan la carne y luego las maceran con limón y la vuelve a cocinar hasta que se seca. Con este procedimiento se obtiene un producto que es parecido al charqui salado y secado al sol que se elabora en Bolivia. Lo hacen así, me aseguran, porque no siempre cuentan con charqui auténtico. No hay una falla en este procedimiento porque ésta es también una fórmula tradicional para preparar este plato (el diplomático, gourmet y escritor chileno José Eyzaguirre(8) da una receta muy parecida, en el tratamiento de las carnes, para su charquicán).   
Me pregunto si es posible fabricar charqui en Buenos Aires. Juan Carlos Martelli asegura que sí, que él mismo probó con la receta de su madre, Olga Morón de Martelli (desde luego que la transcribe). También incluye en su libro una receta de Gustavo “Cuchi” Leguizamón, la misma que usaba para prepararlo en la Ciudad de Salta. A su vez, doña Petrona publica una receta que mantiene a lo largo de las distintas ediciones de su libro(9). No afirma nada acerca de si es posible o no prepararlo en Buenos Aires, pero allí se encuentra estampada una fórmula que no habla de condiciones climáticas especiales, en un libro que se ha vendido profusamente en esa ciudad(10).
Recetas aparte, he imaginado una máquina para preparar charqui en Buenos Aires. ¿Será difícil y caro construir un cubo de vidrio que puede cerrarse herméticamente y que, en su interior el aire esté acondicionado de acuerdo con la temperatura y la humedad adecuada a la faena? Con una máquina de estas, ubicada en azotea soleada de nuestra ciudad, ¿cuánto charqui se podría producir? ¿Cuánto tiempo llevaría amortizar la instalación?
¿He planteado, acaso, una idea delirante? 

Notas y referencias:
(1) 2005 Álvarez, Marcelo, “La cocina como patrimonio (in)tangible” en AAVV, La cocina como patrimonio (in)tangible, Primeras jornadas de patrimonio gastronómico, Buenos Aires, Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pp. 87-106, 2002, 1º edición. El texto citado es: 1985, Farb, P. y Armelagos, G., Anthropologie des coutumes alimentaires, París, Denöel.
(2) 2008, Santamaria, Santi, La cocina al desnudo, Madrid, Grupo Planeta Hoy.
(3) 1969(c), Guaraní, Horacio (autor) e Isella, César (compositor), “Padre del carnaval”
(5) Leído en http://www.estancialascarreras.com.ar/ el 5 de enero de 2015.
(6) 2014, Fernández, Daniel, correo-e a Mario Aiscurri, 7 de noviembre.
(7) Ídem. Daniel hace referencias al Sistema de Soporte de la Decisión (SSD) de los Valles Calchaquíes en el que él mismo participó. Leído el 5 de enero de 2015 en http://appweb.inta.gov.ar/w3/prorenoa/ssd_vc/.
(8) 1946, Eyzaguirre, José, El libro del buen comer, Buenos Aires, Editorial Saber Vivir, 1946, 2° edición, pag. 305.
(9) 1991, Martelli, Juan Carlos y Spinosa, Beatriz, El libro de la cocina criolla, Buenos Aires, Edicol, pp. 36-39.
(10) 1934, Gandulfo, Petrona C. de, El libro de doña Petrona, Buenos Aires, 1940, edición 11°, pag 215 y 2010, edición 102º, pag. 391.


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