sábado, 18 de julio de 2015

La Feria de Mataderos III

El día 18 de mayo de 2014, sí, el Día de la Escarapela, estuve en la Feria. Fui con toda la intención de recorrer los puestos que ofrecían quesos y embutidos, pero algunas cosas que ya les voy a contar me demoraron en otros destinos.
 Las imágenes pertenecen al autor
Insisto en la idea de que Mataderos, no está lejos de los circuitos turísticos los días domingo. Ahora agrego que también está cerca en los día de semana (anduve unos días después, el miércoles 23 de mayo, por la esquina de Corrales y Lisandro de la Torre). Los invito a mirar frente a frente cómo la vida real del barrio se expresa en costumbres peculiares que la Feria muestra con respetuosa fidelidad...
I ¿Qué tiene la Feria de Mataderos para justificar una visita... o varias?
Ofrece a la vista una mirada sobre una identidad vital.
¿Qué es eso?
En un par de oportunidades, he ido con mi amigo José Fernández Erro a Villa Crespo con el objetivo de recorrer el camino de Adán Buenosayres en la primera jornada de la novela de Leopoldo Marechal(1). Es muy poco lo que se conserva en la calle Tres Arroyos (en los años veinte del siglo pasado se llamaba Monte Egmont) de todo lo que puede verse reflejado en las páginas del libro. Salvo el Cristo de la Mano Rota de la Iglesia de San Bernardo, las misteriosas casas del barrio de la infancia del poeta han ido desapareciendo con los años. Nuestro recorrido resultó penoso porque el resultado de nuestra búsqueda fue infructuoso. El tiempo es implacable y borra las huellas del pasado de manera inexorable. El Cristo de la Mano Rota se conserva porque el edificio de la Iglesia persiste y la Secretaría de Cultura de la Nación preservó la imagen, entronizando una nueva escultura a fines del siglo XX. Pero ¿y el resto?
Si extendemos la vista desde ese rincón de Villa Crespo, podremos observar que queda poco de aquella ciudad de la primera mitad del siglo XX que los porteños amábamos porque la sabíamos tan nuestra y tan diferente a las otras grandes urbes del mundo. Porque de eso se trata, un lugar tiene interés para el viajero porque conserva algunas virtudes que lo hacen diferente a los otros lugares. El interés aumenta, si estas virtudes se encuentran accesibles a los sentidos sin que signifique un esfuerzo importante el encontrarlas.
Queda poco de aquella ciudad porque Buenos Aires, como tantas otras ciudades de la aldea global, sufre la paradójica tensión entre tratar de defender lo diferente y el diseño y construcción de edificios “modernos” cuya consecuencia es la uniformidad urbana planetaria. De modo que, ahora ya en pleno siglo XXI, son pocos los lugares donde se pueden vivir esas diferencias... y muchos menos aquéllos en los que esas diferencias representan una manera de vivir que se mantiene vigente.
Pasemos revista a otros barrios de la ciudad para saber con qué contamos.
Tal vez San Telmo conserve alguna identidad diferenciadora, pero ese barrio se parece a tantos otros recorridos de supuesta preeminencia barroca (la ciudad vieja de Montevideo, por ejemplo), hasta en las profusas intervenciones que sobre ellos se han hecho para hacerlos de atractivo turístico (hoteles, bares, restaurantes, casas que venden souvenires, ferias de artesanías, etc.). No sólo sabemos que estas intervenciones suelen desnaturalizar el paisaje original, también sabemos que la vida en el barrio de San Telmo es muy diferente a la del pasado que se pretende evocar.
Quizás la Boca. Pero yo que he recorrido La Boca cuando tenía 10 años, y volví en los primeros años de este siglo, pude ver que todo aquello que, en mi recuerdo, conservaba vitalidad, ahora parece extremadamente artificial. Las casas de madera y chapa pintadas de colores insólitos son un ejemplo. Cuando se construyeron, las casas de las familias humildes se pintaban con los restos de pinturas de los astilleros, de modo que el colorido era hijo de la necesidad y la pobreza de medios. Ahora están pintadas siguiendo las combinaciones de la paleta genial de Benito Quinquela Martín. Uno entra en esas casas y no encuentra a doña Tota tomando mate con bizcochitos y esperando a su marido... encuentra una pieza detrás de la otra que ofrecen chucherías para turistas o, en el mejor de los casos, la sala de exposiciones de un marchante de arte.
Es por todo esto que sostengo que Mataderos todavía es diferente. Es verdad que uno recorre los puestos de la Feria y encuentra también muchas chucherías para turistas. Pero aquí tienen un valor agregado. Muchas de esas chucherías no son tales, sino auténticas artesanías criollas. Además, no es esto lo que hace la diferencia. La diferencia la hace el entorno. En ese sentido, el bar Oviedo y Casa Galli, por ejemplo, son claves de interpretación importantes.
Para ver lo que digo hay que ir un día de semana y volver el domingo. No se le ocurra ir al bar Oviedo con una mujer fuera del domingo. Los parroquianos que arreglan el mundo mientras juegan a las cartas, le hacen saber con actitudes convincentes que ese es un lugar impropio para las damas. Frente a la puerta de entrada al bar hay un soporte que sostenía un palenque donde los paisanos ataban sus caballos desde 1900. Se le han quitado los barrales, pero no sé cuándo ocurrió. El otro soporte está unos metros más adelante por la vereda de Lisandro de La Torre. Frente a él hay un local de Casa Galli.
En las vidrieras se ven maniquíes de más de 70 años y otras cosas más que se ofrecen junto a las artesanías criollas que allí también se venden para participar del clima de la Feria. Casa Galli, según me contó su propietario, fue la primera franquicia que se conoció en La Argentina. Era una cadena de tiendas que vendían ropa de trabajo para el campo. En casi todas las ciudades de la provincia de Buenos Aires había un local de Casa Galli, donde los paisanos podían comprar alpargatas, bombachas y camisas de telas resistentes para las duras tareas cotidianas. A principios de los años ochenta, poco antes de que Sara Vinocur creara la Feria de Mataderos, se pusieron de moda las bombachas de paisano y las alpargatas. Andaba yo las 10 cuadras que, desde mi casa, me llevaban a Casa Galli para comprar bombachas y alpargatas... Aún tengo un par de bombachas batarazas que compré allí hace más de 20 años.
¿Qué es lo que ha ocurrido con Casa Galli? Como tal, no existe más. Sólo se ha conservado el local y los maniquíes y el rubro principal de su comercio. Es que el negocio no sólo vive de lo que se vende en la Feria, sino de lo que vende a los reseros que siguen trabajando de a caballo en el Mercado Nacional de Haciendas, como lo han hecho sin solución de continuidad durante muchas décadas. Alcanza con ir una mañana de un día cualquiera de la semana, comprar el diario, sentarse junto a la ventana en el bar Oviedo para verlos llegar o irse a sus casas en los mismos caballos con los que trabajan.
Por eso digo que la Feria de Mataderos ofrece los signos de una identidad que todavía vive. Porque las cosas que se ofrecen a los turistas forman parte de la vida real de los vecinos y trabajadores del Mercado. Porque ese Mercado, y las actividades de los reseros, no son un parque temático representativo de una actividad del pasado, sino una realidad del presente.
II Anduve las calles de Mataderos el miércoles 23 de abril de 2014 con mi amigo Rubén Flores. Pude ver que, además de Casa Galli, hay otros negocios que venden ropa y elementos para uso de los trabajadores del mercado. Tal es el caso Nortor Regionales que ofrece “indumentaria y accesorios para la paisanada y los gauchos”. El local está sobre Avenida de los Corrales, en la vereda norte, a pocos metros de la Avenida Lisandro de la Torre. Unos pasos más hacia el oeste, por la misma vereda, se encuentra el negocio denominado La Riña (Avenida de los Corrales 6545), ofrece pilchas criollas y se define como talabartería, marroquinería y almacén de ramos generales. No recuerdo que esos negocios en época en que yo era niño. Sin embargo, La Riña, anuncia que existe desde 1946. Ojeando el libro de don Ofelio Vecchio encuentro una referencia que da testimonio de la antigüedad del negocio que perteneció a los señores Juan y Amelio Soldavini(2). Hay un letrero en las vidrieras que confirma los dichos de don Ofelio acerca de esta propiedad. Por supuesto, ambos negocios están abiertos los domingos de Feria y pueden ser visitados por los transeuntes.
Sobre la vereda sur de la Avenida de los Corrales, llegando a Timoteo Gordillo, se encuentra un centro tradicionalista. Se llama Federación Gaucha Porteña y ya he hablado de él en oportunidad de señalar sitios donde comer en la Feria. El centro fue fundado en 1984, poco antes de que se creara la Feria de Mataderos, como entidad que nucleaba a los reseros del Mercado.
III Lo dicho, el 18 de mayo volvía a la Feria. Fui para hacer una recorrida por los puestos que ofrecen quesos y embutidos. Sin embargo, pasaron algunas cosas en ese fin de semana que me detuvieron en otros menesteres.
Fue un fin de semana de vértigo en Mataderos... Nueva Chicago ganó el campeonato el sábado por la tarde... el domingo me esperan Zulema Buceta (una vecina caracterizada del barrio cuyo testimonio fue central en mi libro La tribu de mi calle) y mi prima Haydée que vive en la esquina de mi barrio de infancia... la agenda apretada se completaba con la actuación de Juan Carlos Basile, un amigo de toda la vida en la comedia teatral “Mi marido es o se hace” que se presentaba en el Polideportivo de Nueva Chicago a las seis de la tarde... Correr, correr y correr y, para la Feria, ¿cuánto tiempo? Un par de horas. Alcanza, me dije, para comer algo y hacer la recorrida que me había propuesto.
Llegamos a las dos de la tarde (sí, ya sé, una hora poco recomendable y con la premura que llevábamos, aún más). Le propuse a Haydée que primero comiéramos y luego hiciéramos la recorrida. Tuvimos la mala idea genial de entran en el local de la Federación Gaucha Porteña.
El edificio de estilo ¿italiano? está catalogado como lugar histórico por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Nunca reparé en él durante mi infancia. Pude enterarme de algunos detalles de su pasado a partir de la inestable felicidad del desolvido (palabra que le robo a mi amigo el poeta Fernández Erro) que me abrieron algunas informaciones que recogí(3). Cruzamos el umbral y pudimos vivir un rato inolvidable... ¡Cómo no desviarnos de nuestro propósito inicial!
Un pasillo amplio y sombrío, pero de una sombra acogedora (¿sería inicialmente un patio, un distribuidor?) con las primeras mesas para el servicio de comidas, acceso a los baños y algunas habitaciones cuya función no indagué... quizás porque me sentía ingresando en el pasado, me dejé conducir por sensaciones casi físicas... El pasillo se abre, luego, en un amplio salón cubierto con paredes blanqueadas sobre un revoque antiquísimo y algo desconchado que ponía en evidencia la antigüedad del edificio. Una profusa distribución de mesas en que se comparte la comida con otros parroquianos ocupan el local. En el fondo un escenario y unos músicos probando sonido. Entre el escenario y las mesas del centro un espacio libre. En la pared contraria al escenario, una reja y un cartel que reza “Pulpería”. Allí está la cocina (función de unos locales que había visto a la entrada). Desde la medianera con el edificio lindante, se adivina, a través de una abertura, un terreno por donde se cuela el sol (luego lo vería con más detalle). Allí está la parrilla. La parrillera es la administradora del sitio... por eso allí, junto a la parrilla, está la caja.
Banderas verdes y negras celebrando el campeonato obtenido por Nueva Chicago me incitaron a ponerme la camiseta que había llevado para lucir en la Feria. Pedimos empanadas, muy razonables, vacío a la parrilla, aceptable, y un locro que estaba muy bueno, suave y cremoso, al que se podía agregar salsita colorada que te servían sólo si la pedías.
Empezó la música. Bandoneón, bombo y un par de guitarras sonaron zambas, chacareras, gatos, chamamés, valses, cuecas y tangos. Una joven cantante estupenda que se lución con su voz (gran versión de Kilómetro 11, en castellano y guaraní, como corresponde) y bailarines que salían a la pista, a ese pequeño espacio libre que había visto frente al escenario. Los músicos ofrecían un espectáculo a la gorra para la ocasión del almuerzo y un anuncio de su actuación en la peña que hay en el local domingos y feriados a partir de las cuatro de la tarde. Los bailarines no participaban del espectáculo, eran habitués de la peña.
Estaba tan emocionado que no sabía qué preguntar y a quién hacerlo. Lo hice a la moza que nos había atendido. Es una joven diligente que no dejaba de gastar amabilidad a pesar de la premura a la que se veía sometida por la demanda de los parroquianos. Me dijo que todo eso era obra de su padre, le decían Poroto... y comenzó a sollozar de tal modo que apenas pude escuchar su apellido, creo que dijo Fernández... pidió disculpas y dijo que le preguntáramos a su madre, señaló el predio lindante y dijo “es esa gordita que está a cargo de la parrilla... es que yo hablo de mi padre y me emociono”.
Crucé la medianera y observé el espacio. El fondo cubierto por un tinglado y el resto, hacia la avenida, un espacio al aire libre y una pequeña construcción sobre la línea municipal. “Mi marido empezó con todo esto hace treinta años, el edificio principal era un taller de cromados y en este otro funcionó el correo”. No quise molestar más a esa mujer, su tarea era denodada...
Hubiese querido conquistar un relato más detallado, hubiese querido poder confirmarlos con otros testimonios... pero la emoción de la moza, la magia del lugar y mi felicidad por el momento que habíamos pasado no sólo no me lo permitió... también lo hizo innecesario. Cuando vayan a la Feria no dejen de asistir a este local, no se van a arrepentir.
Notas y referencias:
(1) 1948 (1° ed.), Marechal, Leopoldo, Adán Buenosayres, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1979.
(2) 1998, Vecchio, Ofelio, Recorriendo Mataderos, Buenos Aires, edición del autor, Tomo II, pag. 125.
(3) Algunas de las informaciones que me dieron ese domingo coinciden con las afirmaciones de don Ofelio Vechio quien sostiene que ese local fue un taller de cormados hasta 1983 (ver Op. Cit., pp. 199-200).



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