sábado, 14 de marzo de 2015

Torrijas de la abuela Anita

Viví con decidido fastidio el apego escolar a las efemérides,durante todo el tiempo en que he sido maestro de escuela. Anclar el año y la reflexión sobre el pasado a fechas de dudoso valor simbólico me parecía a la vez caprichoso, superficial y carente de la más mínima visión crítica de las cuestiones sociales. A la distancia veo que la vocación por la medición del tiempo por las efemérides no es exclusividad de la institución educativa argentina, como una visión provinciana me incitaba a percibir.
  Las imágenes las envió Bárbara Zabala
Hoy he morigerado mi posición. En un nuevo equilibrio afirmo que no estoy en contra de la medición del pulso vital a través de la contemplación de las estaciones, ni de medir los ciclos plurianuales a partir de ciertos hitos sociales (v. g., en la Grecia Clásica a partir de las olimpiadas y en la actualidad, de los mundiales de Asociación de Fútbol). No me disgusta el anclaje anual de ciertas celebraciones que disfruto y vivo con intensidad (en mi caso, voy por la Pascua y la Navidad). Lo que me disgusta es que no haya demasiada posibilidad de reflexionar acerca de los que hicieron los hombres en el tiempo fuera de los días fastos. En una palabra, me fastidiaba, por ejemplo, que sólo fuera lícito hablar de las costumbres personales del general San Martín, y entre ellas, de sus preferencias gastronómicas, a mediados de agosto.
Sin embargo, a pesar de mi reticencia, el clima general de época me ha impedido sustraerme a estos condicionamientos y he cometido, con felicidad, la placentera tarea de recopilar un recetario de las fiestas hacia la Navidad de 2013. Pero, en él, he logrado saltar del ambiente propicio de las fiestas cristianas de fin de año y sumergirme en otras con la evocación del Januca de los judíos y el Idd al Mubarak de los musulmanes.
¿A qué esta divagación? Es que estoy parado aquí, frente a la recopilación de recetas de la abuela Anita que estoy acometiendo a partir de los relatos de mi amiga Bárbara Zabala y los fastos aparecen en coincidencias que conllevan una magia inexplicable. Es que en los textos de mi amiga no sólo aparecen las recetas y las reflexiones acerca de las características personales de doña Anita; sino también, las notas de color sobre cómo era la vida hace algunos pocos años en Santa Elena, Provincia de Entre Ríos. Bárbara era niña y nos dice:
Por otra parte, recuerdo que esperábamos el despliegue del carnaval, muy festejado en el pueblo, como un evento único, ocasión para compartir con familia, amigos y vecinos...”(1)
Entonces el vago recuerdo de una lectura interesante me lleva a preguntar ¿qué se come durante el carnaval? En Buenos Aires, y en Santa Elena también, no aparece ninguna relación entre estas fiestas y la gastronomía, salvo que las relacionemos con la Cuaresma y la Semana Santa. En otras partes del mundo no ocurre lo mismo... hay una comida típica de Carnaval.
Leemos en un artículo del gastrónomo español Miguel A. Román:
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En toda Canarias, principalmente en las siete capitales isleñas, y espectacularmente en Santa Cruz de Tenerife, estalla ruidoso y desenfrenado un carnaval sin timidez. El colorido, la risa, la picardía y el exceso por unos días se desparraman por plazas y ramblas, y se desploman tras la anónima máscara los corsés sociales para liberar el espíritu al ritmo machacón de los pasacalles murgueros o los sones sensuales que marcan las comparsas, bajo el mandato de la belleza femenina entronizada Reina del Carnaval.
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Pero no es el Carnaval fiesta que haya inspirado en exceso a los recetarios. La calle, que es su genuino escenario, exige un bocado energético pero que pueda ser servido y consumido en forma ambulante y rápida, primando que soporte a la dosis de etílico suficiente para oxidar y abolir frenos morales indeseables en la ocasión.
Sin embargo, todo festejo llega a su fin. Así, cuando la mañana del Martes de Carnaval, el alba sorprendía a los pecadores con su traje hecho jirones, la pintura del rostro convertida en churretes y la cabeza embotada, se refugiaban éstos en casa propia o locales ajenos a degustar unas torrijas. Propiamente llamadas torrijas de carnaval, desayuno sustancioso y reparador, previo a una cabezada que permitiera al cuerpo recomponerse y trocar la guisa en luto farsante para acompañar a la sardina (o chicharro) en su disparatado funeral. Al final no era improbable que el sepelio concluyera delante de otra torrija.”(2)
De modo que, en Canarias por lo menos, las torrijas configuraban el plato adecuado para combatir la resaca carnavalesca.
¿...Y la magia? ¿Por qué Bárbara me mandó una receta de torrijas de su abuela? ¿En qué circunstancias las preparaba? Según dice Bárbara, no tenían, fuera del agua, relación alguna con el carnaval: “Las torrijas, una forma accesible, de saborear algo dulce con el mate de la tarde, se hacían más con días de lluvia, eran un clásico.”(3) De modo que la asociación que hice en mi mente obedece a una divagación libre que, de todas maneras, nos ayuda a entender que éste es un plato que nos llegó de España.
Entonces digo, con todo respeto por las tradiciones canarias, y por los maravillosos artículos de Miguel A. Román, ¡qué mejor que comer torrijas cuando no viene en ganas!
¡Ah, y no se olviden de escuchar la música de Ricardo Zabala y Los Chamarriteros mientras preparan las torrijas! 
torrijas
Fuente (fecha)
Recetas de la abuela Anita (2014)(4)
Ingredientes
Pan felipe o flauta, ½ Kg.
Leche, ½ litro.
150 grs. de azúcar.
2 huevos, sin son los de yema naranja, mejor.
Azúcar para el espolvoreo.
Aceite para freír.
Preparación
1.- Mi abuela cortaba el pan, ni muy grueso, ni muy fino, eran como rodajas de 1cm.
2.- Hervía la leche con el azúcar y después la dejaba enfriar.
3.- Agregaba los huevos y mezclaba con cuidado y suavidad para que ni una gota de la preciada mezcla se volcara de la ollita.
4.- Ponía en una fuente plana las rodajas de pan y empezaba a bañarlas con la mezcla, hasta que quedaran húmedas (ojo! Pero que no se deshagan).
5.- Por otra parte, calentaba el aceite en una sartén en cantidad suficiente para cubrir las torrijas.
6.- Las Freía haciéndolas girar para que queden doradas de ambos lados. Lo hacía con una calidad, que sólo te da la práctica.
7.- Las sacaba y las ponía en un papel de almacén (no se usaba el rollo de cocina).
8.- Así calentitas, les agregaba el azúcar, mi abuelo pedía también canela; pero desistía en su intento porque a las nietas no les gustaba.
Comentarios
Bárbara Zabala:
1.- El cálculo de los ingredientes es a ojo.
Míos:
2.- Suelo corregir las recetas que me mandan con cierta vocación didáctica.
Uso, así, el infinitivo para indicar la acción que supone cada paso. Sin embargo, en este caso, no quiero perder la frescura del relato de Bárbara. De este modo, puedo imaginarme las escenas que describe como si estuviera viendo una película.
3.- Cuando era niño, en el almacén de la esquina se vendían muchos productos a granel (el azúcar y las legumbres secas, por sólo poner un par de ejemplos).
Los productos eran pesados por don Manuel sobre una hoja de papel de estraza (el papel de almacén del que habla Bárbara). Luego, con inexplicable habilidad que un niño no lograba entender, el almacenero cerraba el paquete, doblando el papel sobre el producto y repulgando los laterales como si tratara de empanadas.
Mi madre desarmaba con cuidado los paquetes, guardaba los productos en tarritos o frascos (esos frascos con moñitos de los que habla el tango) destinados a ese fin y guardaba el papel para usarlo en el secado de las frituras (por ejemplo, de las milanesas de los sábados, los bocadillos de acelga o los buñuelos del domingo por la tarde).
Notas y bibliografía:
(1) 2014, 3 de marzo, de Zabala, Bárbara a Aiscurri, Mario, archivo adjunto a correo-e.
(3) 2014, 3 de marzo, de Zabala, Bárbara, Cit.
(4) Ídem.





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