sábado, 28 de enero de 2012

El quatorzieme y las supersticiones de la civilización

Lucio V. Mansilla (1831-1913), militar y escritor argentino, es reconocido como uno de los mayores exponente de la llamada Generación del 80. Entre sus obras más importantes de encuentra Una excursión a los indios ranqueles, donde expuso las experiencias obtenidas en la expedición que encaró en 1867 bajo directivas del Gobieno Nacional. La técnica utilizada para relatarlas es el uso de un estilo espistolar. Efectivamente, los capítulos tienen la forma de cartas dirigidas a un amigo, Santiago Arcos; pero sólo se representa en él un destinatario retórico, un recurso para justificar el estilo.
Uno de los ejes temáticos del libro conciste en tratar de demostrar que los bárbaros ranqueles no son tan bárbaros como los civilizados. Aquí describe una costumbre de la burquesía francesa a mediados del siglo XIX que expresa una marcada superstición a la hora de sentarse a la mesa. El texto es curioso porque son pocos los burgueses argentinos que, seducidos por las luces de París, admitan que también hay que dejarse seducir por la barbarie.(1) 
“Ayer fue martes; mal día para embarcarse, casarse, presentar solicitudes, pedir dinero a réditos y suicidarse.
A más de ser martes, esta carta debía llevar, como lleva, el número trece, número de mal agüero, misterioso, enigmático, simbólico, profético, fatídico, en una palabra, cabalístico.
Las cosas que son trece salen siempre malas. Entre trece suceden siempre desgracias. Cuando trece comen juntos, a la corta o a la larga alguno de ellos es ahorcado, muere de repente, desaparece sin saberse cómo, es robado, naufraga, se arruina, es herido en duelo. Finalmente, lo más común es que entre trece haya siempre un traidor.
Es un hecho que viene sucediéndose sin jamás fallar desde la famosa cena aquella en que Judas le dio el pérfido beso a Jesús.
Es por esa razón que en Francia, nación cultísima, hay una industria, que no tardará en introducirse en Buenos Aires, donde todas las plagas de la civilización nos invaden día a día con aterrante rapidez. El cólera, la fiebre amarilla y la epizootia le quitan ya a la antigua y noble ciudad, el derecho de llamarse como siempre. Pestes de todo género y auras purísimas; es una incongruencia.
Debiera quitarse nombre y apellido, como hacen los brasileros, en cuyos diarios suelen leerse avisos así: "De hoy en adelante, Juan Antonio Alvares Pintos, Bracamonte y Costa, se llamará Miguel da Silva, da Fonseca e Toro. Tome buena nota el respetable público."
Es una excelente costumbre que prueba los adelantos del Imperio. Porque mediante ella, los pillos hacen sus evoluciones sociales con más celeridad. En un país semejante, Luengo no tendría más que poner un aviso para ser Moreira, persona muy decente.
La industria de que hablaba toma su nombre de los que la ejercen, llamados le quatorzième (decimocuarto).
Le quatorzième, no puede ser cualquiera. Se requiere ser joven, no pasar de treinta y cinco años, tener un porte simpático, maneras finas, vestir bien, hablar varios idiomas y estar al cabo de todas las novedades de la época y del día.
Cuando alguien ha convidado a varios amigos a comer en su casa, en el restaurant o en el hotel, y resulta que por falla de uno o más no hay reunidos sino trece y que se ha pasado el cuarto de hora de gracia concedido a los inexactos, se recurre al quatorzième.
¡Cómo han de comer trece, exponiéndose a que bajo la influencia de malos presentimientos, la digestión se haga con dificultad!
Se envía, pues, un lacayo en el acto, por el quatorzième. En todos los barrios hay uno, así es que no tarda en llegar; es como el médico.
Entra y saluda, haciendo una genuflexión, que es contestada desdeñosamente; y acto continuo se abre la puerta que cae al comedor, o no se abre, porque los convidados pueden estar en él o por cualquier otra razón, y se oye: monsieur est servi!
Siéntanse los convidados. ¡Qué felicidad! ¡La sopa humea de caliente, no se ha enfriado! La alegría reina en todos los semblantes. Han comenzado a sonar los platos, chocarse las copas. De repente óyese un grito del anfitrión:
-¡Ahí está al fin! Siéntese usted donde quiera, que los demás no vendrán ya.
Y Monsieur de la Tomassière (en un tipo de este apellido, Paul de Kock ha personificado el tipo de esos amigos fastidiosos que siempre llegan tarde), se presenta y se sienta, pidiendo disculpas a todos y protestando que es la primera vez que tal cosa le sucede.
Mientras tanto, le quatorzième ha visto una seña del dueño de la casa, que en todas partes del mundo quiere decir: retírese usted y sin decir oste ni moste se ha eclipsado. Iba quizá a probar la sopa, cuando Mr. de la Tomassière se presentó.
Al llegar a la puerta de la calle de donde vive, se halla con un necesitado que le espera. En otro banquete le aguardan con impaciencia. Han buscado varios quatorzième, no hay ninguno. Esa noche dan muchas comidas, hay muchos inexactos o un exceso de previsión y la demanda de quatorziéme es grande desde temprano.
El quatorzième marcha; llega, igual escena a la anterior. Tiene que desalojar su puesto antes de haber probado un plato siquiera de cosa alguna.
Al volver a llegar a la puerta de su pobre mansión, otro necesitado. Le sigue con éxito semejante al de los pasados convites.
Hay noches en que las idas y venidas del pobre quatorzième exceden toda ponderación.
Ha ganado bien su dinero, porque cada viaje se paga, pero ha pasado por el suplicio de Tántalo.
La civilización de Buenos Aires debe pensar seriamente en esto. No soy un alarmista. Pero sostengo que así como estamos amenazados de muchas pestes por falta de policía municipal, hace muchos años que la educación se descuida en inculcar en los niños esta idea: uno, de los mayores defectos sociales es hacer esperar.
Tan es así, que me acuerdo yo de un andaluz que vivió once años de huésped en casa de una tía mía. Un día anunció que se iba a su tierra. ¡Ya era tiempo! Su despedida consistió en esto:
-Señora, usted no puede tener queja de mí, siempre he estado presente a la hora fija de almorzar y comer.
Con lo cual se marchó, habiendo dicho no poco, que el que no ha esperado jamás gente a comer, porque nunca ha dado comidas, habiéndose limitado a comerlas, no sabe lo que es esperar a un huésped o a un convidado.
Indudablemente, debe haber una enfermedad que los médicos no conocen, proveniente de la impaciencia de esperar gente a comer.
La ciencia no tardará en descubrirla y en agregarla a la nomenclatura patológica.
Creo haberte explicado suficientemente, Santiago amigo, que si esta decimotercia carta no se publicó ayer, ha sido porque fue martes y porque su número es fatal.”
Notas y bibliografía:
(1) Mansilla; Lucio V.; Una Excursión a los Indios Ranqueles.; Buenos Aires, CEAL, 1967; Tomo I; cap. XIII, pp. 77-79. Leído en  http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/cronicas/ranqueles/ranqueles_00indice.html, el 9 de setiembre de 2011

domingo, 15 de enero de 2012

El eco de la Pampa Gringa (doña Maruca Pugliese)

Hablar de mis tías, es hablar de un círculo cercano, muy cercano. También es hablar de viajes hacia el interior mismo del barrio de Mataderos, hacia  La Tablada (un barrio de tanos), hacia el Doce (12 de Octubre, un pueblo de 500 habitantes a 30 km de la ciudad de 9 de Julio), en fin, hacia las serranías de la Rioja Baja donde está recostada la Villa de Igea a más de ochenta km de Logroño y a poco más de diez de Navarra. Hablar de mis tías es hablar  de la confluencia de inmigrantes italianos y españoles en Mataderos y La Matanza, de las más tradicionales recetas italianas en manos de mi tía Ñata (medio riojana, medio navarra), de la modernidad en las manos de mi tía Nena que producía exquisiteces a partir de los logros masivos de la industria alimentaria (su torta de quaker sigue siendo memorable).

En este texto, me limitaré a transitar las 20 cuadras por calles de tierra que median entre la casa de mi infancia y las primeras  manzanas de La Tablada, donde aún vive mi tía Maruca. Ya vendrán otros viajes en el tiempo y el espacio para ir completando el crucigrama en que se cifra buena parte de una identidad.

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Mi tía Maruca nació y se crió en la ciudad de San Pedro, muy cerca del Río Paraná. Forma parte del círculo de tías que frecuentaba con asiduidad. Por lo tanto su cocina, me resultaba bastante familiar.
Maruca amasaba tallarines que daba gusto comer, pero la maestría en el arte de la pasta se hallaba en las manos de su madre. En una oportunidad  mi vieja le preguntó a Maruca: “¿cuándo va a venir tu madre a amasar tallarines?”. La tía se encargó de formular la consulta y algunos días después (las comunicaciones no eran tan rápidas como ahora) respondió que no había ningún problema, pero que para amasar la vieja tenía que venir un día antes. La verdad es que no me acuerdo cómo nos arreglamos, pero doña Vicenta se apareció un sábado después de la siesta y esa noche durmió en casa.
A poco de llegar, se puso el delantal que trajo entre sus cosas y empezó a trabajar sobre la mesa de zinc de la cocina. Yo la miraba extasiado. Manipulaba la masa con sus manos endurecidas por los años, pero aplicando inesperada energía. Cuando estuvo listo el bollo, lo dejó descansar y el mate se entrometió en una charla interminable. Ahora viene cuando los corta con el cuchillo, me dije, pero ¿tan temprano? No, no, para mi sorpresa era la hora adecuada, la vieja no hizo tallarines con esa masa, sino que preparó pastelitos dulces. Los detalles se me escapan. Doña Vicenta siguió amasando mientras freía los pastelitos, sostenía la charla y, apenas se enfriaban un poco convidaba y comía. Tengo en la memoria la imagen de irme a dormir después de ver como había forrado los bancos de la cocina y la mesa con papel de estraza y sobre ellos, dispuesto los tallarines para que orearan por la noche (creo que los tapó con repasadores de cotín). No recuerdo qué, cómo y dónde comimos esa noche. Mi imaginación desea que, como seguramente era un día templado, la vieja hubo amasado y preparado empandas y que la cena se haya llevado a cabo en el patio bajo las parras.    
Ahora, Maruca, ya no cocina, pero puede recordar como preparaba algunas recetas que llevo integradas a mi gusto personal. En algún lugar, hablé de las marineras que otros llaman escalopes a la romana, que ella servía con puré y de los ajíes en vinagre que conservaba en una damajuana enorme, imagino que de diez litros que tapaba con un corcho de unos 10 centímetros de diámetro. Este año estuve en su casa y me trasmitió las recetas.

Ajíes en vinagre

Los ajíes en vinagre que juzgo propios del antipasto italiano, formaban parte de la picadita criolla de los sábados y domingos.
¿Cómo era esa picadita? Los ingredientes variaban según los gustos de cada familia y las ofertas de productos que había en el almacén. En casa, no era una costumbre muy consolidada porque mi madre sostenía que las papitas y los palitos de copetín no eran sanos para los niños. Pero cuando había, la picada se componía de papitas fritas(1) y palitos salados de copetín, aceitunas, queso Mar del Plata cortado en dados pequeños y pickles. También era infaltable el chorizo chacarero, si mi abuela Agustina los había mandado por encomienda. Mi tía Nena, en su casa, agregaba salamín del tipo milanés (ella siempre hizo punta con los productos de la industria alimentaria). Alguna otra conserva que podría haberse utilizado, como las berenjenas en escabeche, eran reservadas para la merienda. Pero, lo soberbio, lo diferente, eran los ajíes en vinagre de mi tía Maruca.


Identifico esta tendencia a la conservación de los ajíes, tanto en vinagre como en aceite, con tradiciones italianas. Es que no sólo los preparaba mi tía, Osvaldo Lombardi, cultor de esa culinaria, los sigue preparando. Para poner un ejemplo de la vocación de Osvaldo por la recuperación de esos sabores, necesito contar aquí que elabora un pesto exquisito en el que las nueces picadas se sirven aparte y se agregan a gusto del comensal.
Ahora volvamos al camino. En la provincia de Santa Fe hay un pueblo, cercano a la Ruta Nacional N° 9, que se llama Fighiera. Esta ciudad está cerca de Rosario y a unos 120 km de SanPedro, donde se crió mi tía Maruca. Estas referencias no sólo sirven para permitirnos delinear espacio territorial recortado por la imaginación en donde la influencia italiana, especialmente piamontesa, es particularmente fuerte en el ámbito rural: la Pampa Gringa, no sólo sirve para entender que mi tía era hija de ese territorio imaginado; me permiten evocar también otra historia familiar.
Hace años, digamos unos cuarenta, mi padre que transitaba habitualmente la Ruta 9, se encontró con que, junto a las banquinas en las proximidades de Fighiera, solían instalarse una serie de puestitos que ofrecían productos artesanales del lugar. Entre ellas, había embutidos y un preparado de ajíes conservados en aceite, envasados bajo la marca Fighiera (su packaging elemental daba cuenta ese origen artesanal, rústico, indudablemente atravesado por el atributo de la autenticidad). La primera vez trajos sopresata y ajíes. Pronto dejó de traer sopresata (estimo este fiambre no podía competir en sus papilas con los chorizos que hacía mi abuela), pero insistió sistemáticamente con los ajíes.
Años después, a principios de los años ochenta, la marca Fighiera accedió a las góndolas de los supermercados con sus ajíes en conserva y luego, misteriosamente, desapareció. En esta última época, la picada era una institución en mi vida. Incorporé ese producto en las que preparaba en casa, aunque no eran aceptados buenamente por todos los comensales debido a que los ajíes aparecían troceados y mezclados, rojos y verdes, sabiéndose que los primeros contienen un picor no demasiado conveniente al gusto porteño.
En los últimos tiempos, no estaba extrañando tanto los ajíes de Fighiera como los de mi tía. Entonces decidí prepararlos siguiendo la receta que le pedí por teléfono y las recomendaciones que Osvaldo Lombardi me hizo cuando le comenté lo que iba a intentar. El resultado fue muy bueno, simplemente porque cuando los probé, dos semanas después, me pareció que era una mañana de sábado, que era verano, que transitábamos los años sesenta y que estaba en el vestíbulo de la casa en donde todavía viven mis tíos Maruca y Oscar, en La Tablada.
Ajíes en vinagre
Fuente (fecha) Mi tía Maruca (diciembre de 2010), Osvaldo Lombardi (enero de 2011)
Ingredientes
Ajíes
Sal gruesa
Vinagre blanco
Preparación
1.- Lavar los ajíes y secarlos.
2.- Introducir los ajíes en un frasco.
3.- Agregar un puñado de sal gruesa.
4.- Llenar el frasco con vinagre del alcohol.
5.- Dejar macerar por 15 días (los ajíes deben permanecer totalmente sumergidos en el vinagre)


Notas y bibliografía:
(1) Durante años pensé que las papitas de copetín se hacían con nabo frito, por eso en el texto había agregado esté parénstesis en el lugar de la referencia “(¡qué decepción cuando me enteré que no se hacían con papa!)”. Sin embargo, parece que este aserto se constituye como una auténtica leyenda urbana, según me reveló mi primo Oscar Espada, hijo de Maruca, quien, el 21 de setiembre de 2011, me envió el siguiente correo-e:
Por razones laborales tuve oportunidad de ir tres veces a plantas de Pepsico Snacks y recorriendo los procesos pude comprobar la cantidad enorme de camiones que ingresan diariamente a cada fábrica transportando... ¡¡¡ PAPAS !!!.
No vi uno solo con nabos (para comer..., de los otros sí había).
Además, si accedes a los valores estadísticos de nuestra producción agropecuaria, podrás comprobar lo escasa que es la producción de esa crucífera.”
¿Cuál será el origen de la la leyenda urbana? ¿el escepticismo ingenuo y visceral de que hacemos gala los porteños frente a las cosas más evidente?



Marineras

Otra cosa sorprendente de mi tía Maruca eran las milanesas raras que hacía. En realidad, se trataba de escalopes a la romana que ella denominaba marineras. La receta que me trasmitió es muy sencilla como podrá verse a yuso. Mi tía no me lo dijo, pero al huevo se le puede agregar ajo y perejil. En algunas recetas que encontré por la internet, la harina y el huevo se mezclan con agua o leche y la carne se reboza como si fuera en una tempura.

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Ensayé el plato y salió aceptablemente bien... tengo que mejorar la técnica de fritura, mejor dicho, recuperarla ya que he ido abandonándola en favor de una comida sana. Para la buena salud, freír con aceite de oliva la mejora notablemente el resultado, así se reduce la brecha entre la salud y la buena mesa.
Marineras
Fuente (fecha)
Mi tía Maruca (febrero de 2011)
Ingredientes
Filetes de carne cortados para milanesas.
Sal.
Pimienta.
Queso rayado.
Harina.
Huevo.
Aceite para freír.
Preparación
1.- Salpimentar la carne y rebozarla con queso rayado.
2.- Dejar marinando en la heladera por un par de horas.
3.- Pasar los filetes marinados sucesivamente por harina y por huevo y freír inmediatamente. (El aceite debe estar caliente, pero no tanto como para quemar la harina).
4.- Servir con puré de papas.

domingo, 8 de enero de 2012

Los varones y la cocina


Siempre me he demorado buscando el no tiempo de la eternidad en la charla amable, junto al vino o la cerveza y los fuegos, sea frente a la parrilla, sea frente al hogar de leños, sea en la cocina. Siempre sucumbí fascinado ante la transformación de los alimentos en la cocción... Luego de años de vivir la fascinación de los fuegos, me atreví a poner mano en asados, empanadas, tortillas o, simplemente, en el armado de los platitos de la picada veraniega. Pero, la sensación de cierto dominio sobre las técnicas, la expansión de las búsquedas y el perfeccionamiento es más reciente.

¿Fui una rara avis, un varón capaz de acumular estas vivencias? No me parece. Pensando bien la cosa, un varón en la cocina no resulta tan extraño, tampoco infrecuente. No faltan ejemplos en mi familia, y mucho menos en el círculo de mis amigos. Tengo la impresión de que una encrucijada social, un cambio de cultura, nos llevó a los varones a la cocina por senderos inesperados.
Muchas mujeres de mi generación representaron una ruptura en la construcción de la identidad femenina. No importa cuáles son los nombres que se usaron para definir este movimiento socio cultural; importa que ellas decidieron ocupar su propio sitio en el mundo profesional y laboral. Fue así que emigraron de su encierro en el hogar a la conquista del mundo junto a sus varones. El hecho no tiene nada de malo... muy por el contrario, es altamente positivo para una sociedad que se vio enriquecida de miradas diferentes.
Lo que digo es por demás evidente, pero lo que no lo es tanto es la ruptura que esto supuso en la tradición culinaria.
Las mujeres que estuvieron en la avanzada, si no todas, muchas de ellas por lo menos, militaron de anti cocineras. La cocina rápida y fácil(1) o el delivery y el “arreglarse con cualquier cosita” pasaron a ser el liet motiv que informó su accionar. Se soltaron de las cadenas que las vinculaban a las a las otras mujeres de la familia. Fue de este modo que esa poderosa maquinaria didáctica, la comunidad de las mujeres de la familia, que funcionó durante siglos, se desarticuló como si siempre hubiese sido un castillo de naipes. Basta ya de conquistar cotidianamente a un marido por la boca (como sentenció, no sin sorpresa para las feministas, Juana Manuela Gorriti en su Cocina ecléctica).(2)
Los varones que nunca perdimos la vocación de gorditos, que no podemos vivir sin almorzar, aunque tengamos que cuidarnos del sobrepeso (casi siempre por prescripción médica, casi nunca que por inclinación cultural), sentimos el vacío que ellas provocaron. Muchos de nosotros decidimos ocuparlo.
Tradicionalmente, la cocina como espacio físico, era el corazón de la casa, el lugar en donde las mujeres hacían circular el afecto entre todos los integrantes de la familia. Hoy, después de la rebelión femenina, vuelve a jugar un papel central, pero ya no hay en ellas mujeres sumisas. Ahora la cocina es el campo de cultivo de placeres a cargo de auténticos sibaritas. Es un lugar donde el afecto circula como en una red sin centro, pero el placer gastronómico tiene un dueño: el gordito de marras.
Este paso supuso la necesidad de resolver un gran problema. ¿Cómo aprender a cocinar? Las mujeres, durante siglos aprendieron a cocinar sensualmente. Mirando podían comprender como se hacían las cosas. Tocando y probando podían sentir el punto justo de la textura de una masa, de la salazón de una cocción, etcétera. Con los ojos y con las manos podían calcular las proporciones de ingredientes sin necesidad de que todas las tazas o todas la cucharas tuvieran la misma capacidad. Con el oído podían medir la temperatura adecuada del aceite ¿Cómo aprendimos los hombres? No sé otros, pero yo que empecé como un autodidacta empecinado en transformar el asombro en un plato nutricio. Tuve que razonar cada receta, tuve que acceder intelectualmente a las técnicas para corregir mañas y defectos propios del auto aprendizaje. Pero, aquí estoy en la cocina, feliz de los pasos que he dado...
¿Hay algo más? Sí, sí, hay algo más, pero ya no tiene que ver estrictamente con la cocina. Creo estar en condiciones de exhibir las pistas para acceder a un tesoro, si nos ponemos de acuerdo en valorarlo de este modo.
Si cocinar, como sostiene Jeff Tobin,(3) es una manera de pensar; si las mujeres fueron capaces de tener una mirada integradora, donde las palabras de cada receta eran interpretadas desde una memoria que no residía en la mente, sino en los sentidos; si nos cuesta tanto a los hombres, a mí me cuesta por lo menos, alejarnos de las abstracciones para comprender algo tan simple y complejo a la vez como es una receta de cocina, es hora de que emprendamos una revolución copernicana y aceptemos que esa manera de pensar, la femenina, no constituye una cultura subalterna como siempre sostuvimos... ¿Qué tal si pensamos que se trata, simplemente, de un cultura diferente, de un idioma diferente que es necesario valorar en su justa medida? ¿Qué tal si pensamos en el valor de la convivencia de miradas y lenguajes? ¿Qué tal si aceptamos que hay un tesoro en el mundo femenino que sólo es accesible en la vida compartida?
Notas y bibliografía:
(1) 2010, Berreteaga, Choly, Cocina fácil para la muer moderna -edición aniversario35°-, Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1° edición 1975. Este fue un libro emblemático de esta corriente.
(2) 1890, Gorriti, Juana Manuela, Cocina ecléctica, Buenos Aires, Félix Lajouane Editor (Librairie Générale), 1890. leído en http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/miscelanea/cocina_eclectica/cocina_00indice.htm, el 4 de noviembre de 2011.
(3) 2005 Tobin, Jeff, “Patrimonializaciones gastronómicas: La construcción culinaria de la nacionalidad” en AAVV, La cocina como patrimonio (in)tangible, Primeras jornadas de patrimonio gastronómico, Buenos Aires, Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pp. 26-46.


lunes, 2 de enero de 2012

Los placeres del gourmet


Lucio V. Mansilla (1831-1913), militar y escritor argentino, es reconocido como uno de los mayores exponente de la llamada Generación del 80. Entre sus obras más importantes, se encuentra Una excursión a los indios ranqueles, donde expuso las experiencias obtenidas en la expedición que encaró en 1867 bajo directivas del Gobierno Nacional. La técnica utilizada para relatarlas es el uso de un estilo epistolar. Efectivamente, los capítulos tienen la forma de cartas dirigidas a un amigo, Santiago Arcos; pero sólo se representa en él un destinatario retórico, un recurso para justificar el estilo.
El fragmento que se presenta a continuación fue extraído del primer capítulo de su libro Una excursión a los indios ranqueles.(1) En él, se relata los motivos de la expedición. Pero Mansilla, un elegante gourmet, no pierde la oportunidad para fijarle una meta gastronómica en su travesía. 

No sé dónde te hallas, ni dónde te encontrará esta carta y las que le seguirán, si Dios me da vida y salud.
Hace bastante tiempo que ignoro tu paradero, que nada sé de ti; y sólo porque el corazón me dice que vives, creo que continúas tu peregrinación por este mundo, y no pierdo la esperanza de comer contigo, a la sombra de un viejo y carcomido algarrobo, o entre las pajas al borde de una laguna, o en la costa de un arroyo, un churrasco de guanaco, o de gama, o de yegua, o de gato montés, o una picana de avestruz, boleado por mí, que siempre me ha parecido la más sabrosa.
A propósito de avestruz, después de haber recorrido la Europa y la América, de haber vivido como un marqués en París y como un guaraní en el Paraguay; de haber comido mazamorra en el Río de la Plata, charquicán en Chile, ostras en Nueva York, macarroni en Nápoles, trufas en el Périgord, chipá en la Asunción, recuerdo que una de las grandes aspiraciones de tu vida era comer una tortilla de huevos de aquella ave pampeana en Nagüel Mapo, que quiere decir "Lugar del Tigre". En el libro de Derck Foster El gaucho gourmet (2001) hay una receta de picana de avestruz y otra de charquicán.(2)
Los gustos se simplifican con el tiempo, y un curioso fenómeno social se viene cumpliendo desde que el mundo es mundo. El macrocosmo, o sea el hombre colectivo, vive inventando placeres, manjares, necesidades, y el microcosmo, o sea el hombre individual, pugnando por emanciparse de las tiranías de la moda y de la civilización.
A los veinticinco años, somos víctimas de un sinnúmero de superfluidades. No tener guantes blancos, frescos como una lechuga, es una gran contrariedad, y puede ser causa de que el mancebo más cumplido pierda casamiento. ¡Cuántos dejaron de comer muchas veces, y sacrificaron su estómago en aras del buen tono!
A los cuarenta años, cuando el cierzo y el hielo del invierno de la vida han comenzado a marchitar la tez y a blanquear los cabellos, las necesidades crecen, y por un bote de cold cream, o por un paquete de cosmético, ¿qué no se hace?
Más tarde, todo es lo mismo; con guantes o si guantes, con retoques o sin ellos, "la mona aunque se vista de seda mona se queda".
Lo más sencillo, lo más simple, lo más inocente es lo mejor: nada de picantes, nada de trufas. El puchero es lo único que no hace daño, que no indigesta, que no irrita.
En otro orden de ideas, también se verifica el fenómeno. Hay razas y naciones creadoras, razas y naciones destructoras. Y, sin embargo, en el irresistible corso e ricorso de los tiempos y de la humanidad, el mundo marcha; y una inquietud febril mece incesantemente a los mortales de perspectiva en perspectiva, sin que el ideal jamás muera.
Pues, cortando aquí el exordio, te diré, Santiago amigo, que te he ganado de mano.
Supongo que no reñirás por esto conmigo, dejándote dominar por un sentimiento de envidia.
Ten presente que una vez me dijiste, censurando a tu padre, con quien estabas peleado:
-¿Sabes por qué razón el viejo está mal conmigo? Porque tiene envidia de que yo haya estado en el Paraguay, y él no.
Es el caso que mi estrella militar me ha deparado el mando de las fronteras de Córdoba, que eran la más asoladas por los ranqueles.
Ya sabes que los ranqueles son esas tribus de indios araucanos, que habiendo emigrado en distintas épocas de la falda occidental de la cordillera de los Andes a la oriental, y pasado los ríos Negro y Colorado, han venido a establecerse entre el Río Quinto y el Río Colorado, al naciente del río Chalileo.
Últimamente celebré un tratado de paz con ellos, que el Presidente aprobó, con cargo de someterlo al Congreso.
Yo creía que siendo un acto administrativo no era necesario.
¿Qué sabe un pobre coronel de trotes constitucionales?
Aprobado el tratado en esa forma, surgieron ciertas dificultades relativas a su ejecución inmediata.
Esta circunstancia por un lado, por otro cierta inclinación a las correrías azarosas y lejanas; el deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que están bajo mis órdenes -he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar hasta sus tolderías y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevo de avestruz.
Nuestro inolvidable amigo Emilio Quevedo, solía decirme cuando vivíamos juntos en el Paraguay, vistiendo el ligero traje de los criollos e imitándolos en cuanto nos lo permitían nuestra sencillez y facultades imitativas: -¡Lucio, después de París, la Asunción! Yo digo: -Santiago, después de una tortilla de huevos de gallina frescos, en el Club del Progreso, una de avestruz en el toldo de mi compadre el cacique Baigorrita.”
Notas y bibliografía:
(1) Mansilla; Lucio V.; Una Excursión a los Indios Ranqueles; cap. I, Tercera edición, Juan A. Alsina editor, Buenos Aires, 1890, en Proyecto Biblioteca Digital Argentina, leído el 9 de setiembre de 2011 en http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/cronicas/ranqueles/ranqueles_00indice.html
La imagen de Lucio V. Mansilla fue tomada de http://www.google.com.ar/search?q=lucio+v+mansilla+imagenes&hl=es&sa=X&prmd=imvnso&tbm=isch&tbo=u&source=univ&ei=PTEET_HzBMbi0QHEvvGaAg&ved=0CCAQsAQ&biw=1024&bih=544.   
(2) 2001, Foster, Dereck, El gaucho gourmet, hay una receta de picana de avestruz y otra de Charquicán, pp. 95.

Esteban Etcheverría, entre el horror del matadero y la apología del matambre


Esteban Etcheverría (1805-1851) poeta y escritor argentino. Perteneció a la denomina Generación del 37. Fue autor de textos fundacionales del la literatura argentina. Los más destacados son: El dogma socialista, La cautiva y El matadero. El texto que se transcribe fue compuesto alrededor de 1937.(1)
El camino que llevó a los gauchos a las profesiones de resero y matarife aún no se había iniciado, y mucho menos el que llevó al de despostador certificado; pero la pericia para reconocer y extraer el matambre de una res muerta es continuidad de su capacidad para desollar a un animal en la época en que sólo interesaba el cuero. El poeta Etcheverría rescata la costumbre de comer el matambre y le da estatura de producto nacional.
Apología del matambre
Griten en buena hora cuanto quieran los taciturnos ingleses, roast-beef, plum pudding; chillen los italianos, maccaroni, y váyanse quedando tan delgados como una I o la aguja de una torre gótica. Voceen los franceses omelette souflée, omelette au sucre, omelette au diable; digan los españoles con sorna, chorizos, olla podrida, y más podrida y rancia que su ilustración secular. Griten en buena hora todos juntos, que nosotros, apretándonos los flancos soltaremos zumbando el palabrón, matambre, y taparemos de cabo a rabo su descomedida boca.
/…/.
Con matambre se nutren los pechos varoniles avezados a batallar y vencer, y con matambre los vientres que los engendraron: con matambre se alimentan los que en su infancia, de un salto escalaron los Andes, y allá en sus nevadas cumbres entre el ruido de los torrentes y el rugido de las tempestades, con hierro ensangrentado escribieron: Independencia, Libertad; y matambre comen los que a la edad de veinte y cinco años llevan todavía babador, se mueven con andaderas y gritan balbucientes: Papá... papá... Pero a juventudes tardías, largas y robustas vejeces, dice otro apotegma que puede servir de cola al de Pérez.
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/…/. Debe haberlos, y los hay, buenos y malos, grandes y chicos, flacos y gordos, duros y blandos; pero queda al arbitrio de cada cual escoger al que mejor apetece a su paladar, estómago o dentadura, dejando siempre a salvo el buen nombre de la especie matambruna, pues no es de recta ley que paguen justos por pecadores, ni que por una que otra indigestión que hayan causado los gordos, uno que otro sinsabor debido a los flacos, uno que otro aflojamiento de dientes ocasionado por los duros, se lance anatema sobre todos ellos.
Cosida o asada tiene toda carne vacuna, un dejo particular o sui generis debido según los químicos a cierta materia roja poco conocida y a la cual han dado el raro nombre de osmazomo (olor de caldo). Esta substancia pues, que nosotros los profanos llamamos jugo exquisito, sabor delicado, es la misma que con delicias paladeamos cuando cae por fortuna en nuestros dientes un pedazo de tierno y gordiflaco matambre: digo gordiflaco porque considero esencial este requisito para que sea más apetitoso; y no estará de más referir una anecdotilla, cuyo recuerdo saboreo yo con tanto gusto como una tajada de matambre que chorree.
Repuntaron los muchachos que andaban desbandados y despacháronlos a almorzar a la pieza inmediata, mientras yo, en un rincón del comedor, haciéndome el zorrocloco, devoraba con los ojos aquel prodigioso parto vacuno. "Vete niño con los otros", me dijo mi madre, y yo agachando la cabeza sonreía y me acercaba: "Vete, te digo", repitió, y una hermosa mujer, un ángel, contestó: "No, no; déjelo usted almorzar aquí", y al lado suyo me plantó de pie en una silla. Allí estaba yo en mis glorias: el primero que destrizaron fue el matambre; dieron a cada cual su parte, y mi linda protectora, con hechicera amabilidad me preguntó: "¿Quieres, Pepito, gordo o flaco?". "Yo quiero, contesté en voz alta, gordo, flaco y pegado", y gordo, flaco y pegado repitió con gran ruido y risotadas toda la femenina concurrencia, y dióme un beso tan fuerte y cariñoso aquella preciosa criatura, que sus labios me hicieron un moretón en la mejilla y dejaron rastros indelebles en mi memoria.”
Notas y bibliografía:
(1) “Apología del Matambre” (c.1837) Cuadro de costumbres argentinas Fuente: Juan María Gutiérrez, Obras Completas de D. Esteban Echeverría, Carlos Casavalle Editor, Buenos Aires, 1870-1874. En http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/miscelanea/matambre/matambre.htm. leído el 5 de agosto de 2010. La imagen de Esteban Echeverría fue tomada de http://www.google.com.ar/search?q=esteban+echeverria+imagenes&hl=es&prmd=imvnso&tbm=isch&tbo=u&source=univ&sa=X&ei=IlIET_-bH5O2twe3rMjGAw&sqi=2&ved=0CCAQsAQ&biw=1024&bih=544.