viernes, 9 de diciembre de 2011

Aromas y sabores de ese rincón de Mataderos


Siempre he cocinado. Pero, la sensación de cierto dominio sobre las técnicas es más reciente. ¿Cómo empezó todo? Simplemente buscando el camino de regreso a la cocina de la infancia.
Hace algunos años, ocho o diez tal vez, empecé con la obsesión de recuperar el sabor perdido de un plato rústico que hacía mi vieja. Ella lo llamaba minestrum de verduras. Empecé rehogando en orden distintas verduras para luego agregarles un poco de agua, sal gruesa y servirlas cuando estuvieran cocidas. Recuerdo que, en un principio, utilicé algunos productos que hoy juzgo improbables en la cacerola de mi vieja y con otros que indudablemente estaban en aquella receta. Ponía cebolla cortada en pluma, zanahorias rayadas y morrones (verde y rojo) cortados en juliana. Como nunca estaba satisfecho con el resultado, fui agregando otros elementos. Primero, legumbres, básicamente arvejas o garbanzos; en otra oportunidad agregué papas, cocidas aparte, agregándolas poco antes de servir; finalmente se me ocurrió poner un puñado de fideos (de esos que antes llamábamos mostacholes y ahora pennes). Ningún sabor me conformó hasta que agregué chorizo colorado a esas últimas combinaciones. ¿Era ese el gusto exacto del minestrum que ella preparaba? No lo sé, pero a mí me parecía que sí, que ese plato tenía el sabor entrañable de la cocina de la infancia...

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La búsqueda fue bastante torpe porque descuidó otras comidas que preparaba sin rodearla de la mística con que me empeñaba en una búsqueda ilusoria. Suele pasar con el carácter sobreactuado de los rituales, no vemos ese objeto de la realidad que tenemos frente a nuestros ojos porque creemos que buscamos otra cosa en lugares misteriosos. Mientras ensayaba por ahí con el minestrum, cada tanto preparaba unos bifes a la criolla. Si tengo que pensarlo ahora, los bifes a la criolla que hago, se parecen mucho más a los recuerdos de la cocina de mi vieja, que mis ensayos estériles con la sopa de verduras. Además, el minestrum me gustaba poco en aquellos lejanos días de la niñez, en cambio, los bifes a la criolla me encantaban. Cuando pude reconocer esta cercanía, advertí el sinsentido de esa búsqueda obsesiva y me dediqué a otras aproximaciones más relajadas. Ya no era necesario encontrar ese sabor preciso que mi memoria era incapaz de reconocer. Con una aproximación que me diera gusto reproducir en el presente, estaría muy bien, además de experimentar el placer de introducir pequeñas modificaciones personales o de encarar recetas similares, pero encontradas en otras evoluciones, en otras identidades.
Las experiencias me llevaron por caminos diversos, pero jamás dejé de caminar... jamás dejé de buscar. Ahora, ya con una mínima madurez técnica en las manos, y habiéndome quitado una mochila innecesaria, me propongo esta exploración que parte de esa cocina de la infancia y se proyecta en un recorrido por el comer de los porteños en los años sesenta del siglo XX.
Mi vieja era una gran planificadora. Todo era orden en su cocina. Lunes, miércoles y viernes al mediodía había puchero; sábados, medio día y noche, milanesas con puré y domingos, pasta asciutta con estofado de carne. Del puchero surgía el caldo para la sopa de todas las comidas. Siempre había sopa. Lo que no puedo recordar es cómo preparaba el caldo para las comidas del domingo. El puchero era casi siempre con falda; pero cada tanto había uno con rabo y, excepcionalmente, con gallina (gallina de verdad, casi siempre proveniente de un gallinero cercano que pertenecía a la familia o a un vecino). El estofado del domingo era de carne, generalmente carnaza o roast beef, muy excepcionalmente de pollo. Lo preparaba en una larga cocción en una olla de hierro fundido de uso exclusivo para este menester. Llevaba invariablemente mucho tomate para usar como tuco y salchichas que hacían la delicia de los niños.
El resto de las comidas incluían carne vacuna grillada o en guisos y comidas de cuchara o pescados en frituras con guarniciones varias. El pollo fue accesible, por su precio, recién a mediados de los años sesenta.
Las carnes ofrecían algunas variedades; pero el centro lo ocupaban los bifes anchos (a veces angostos, muy rara vez con el lomo) o churrascos de cuadril grillados en una plancha y acompañados con puré o ensaladas. Lo del bife con lomo era un alarde de gasto que mi madre hacía cuando podía por recomendación del médico de la familia (no entiendo cómo, existiendo siempre este corte, mucho argentinos lo han descubierto muy recientemente en el t-bone de la cocina norteamericana). Otros de sus platos frecuentes eran las albóndigas que, al mediodía preparaba en una salsa, una especie de estofado con papas, y a la noche como hamburguesas. En realidad, la vieja no las denominaba así, ni tampoco bismarck, sino simplemente albóndigas, aunque las achataba y las grillaba en la plancha (tengo un vago recuerdo de la delicia que representaba el ajo dorado en mi madre agregaba bien picado en la carne). Alternaba estas comidas con filetes de merluza fritos a la romana. En Semana Santa, era habitual que hubiera bacalao. No recuerdo como lo hacía, pero creo que era en una salsa que la vieja llamaba portuguesa que también usaba para los bifes.
Los guisos y las comidas de cuchara eran más frecuentes en invierno. Se destacaba el minestrum de mi obsesión, pero también había guiso de lentejas y un potaje que simplemente llamaba guiso (obviamente, llevaba más carne que minestrum). Un lugar importante tenían otras preparaciones con carne picada. El pastel de papas y las empanadas, para estas últimas creo que compraba tapas en la panadería. Lo que me fastidiaba es que ambos rellenos contenían pasas de uva. También recuerdo que había lugar para la polenta.
Las guarniciones solían ser ensaladas de lechuga, tomate y cebolla; arroz; papas al natural, en puré o fritas (menos frecuentes). En verano preparaba una ensalada fría de porotos y cebolla. Otras variantes de ensaladas que solía llevar a la mesa eran las de hinojos, pepinos o zanahorias rayadas cada una preparado a solas con una vinagreta (vinagre y aceite mezcla). La ensalada rusa, siempre con mayonesa casera, se reservaba para las celebraciones. Del mismo modo ocurría con el pollo y los ravioles (mi madre no amasaba y se compraban en fábricas de pasta cuando estas aparecieron en el barrio) que eran consideradas comidas de lujo. Otro plato exquisito que preparaba de tanto en tanto, eran los niños envueltos; pero su descarte de la lista de los platos más habituales no se debía al lujo que representan, sino a la complejidad de su elaboración. También preparaba tomates y zapallitos rellenos. Los primeros, sólo en las fiestas que era cuando batía mayonesa (la mayonesa industrial llegó muy tardíamente a nuestra mesa). Los zapallitos, en cambio, eran una comida frecuente en el verano. Lo rellenaba con su propia pulpa mezclada con carne picada, pan mojado en leche y pan rayado.
He dicho que la vieja no amasaba. Bueno, la afirmación no es rigurosamente cierta. Se mandaba sus bizcochuelos para las tortas de cumpleaños y, de tanto en tanto, le entraba a los ñoquis. Cuando la industria alimentaria produjo los preparados para bizcochuelos, cortó por la más fácil y se dedicó a ellos con un empeño que no ponía en otros productos de la misma procedencia, como por ejemplo, las sopas instantáneas o la mostaza.
Sus habilidades culinarias se completaban con algunas conservas como dulce de zapallo (con los trozos de zapallos curados en cal viva) y escabeches de berenjenas o de carne de caza menor (liebres y perdices), cuando las había.
Como digo una cosa, digo la otra. La vieja retaceaba los huevos fritos a los niños de la casa por prescripción médica. Pero en la casa de mi abuela Agustina, en la chacra en que vivía en 12 de Octubre, Partido de 9 de Julio, tenía una compensación.
Asumo como desafío pendiente dar con la preparación de los bocadillos de acelga que mi vieja también preparaba como guarnición para algunas comidas.
Los recuerdos de la cocina familiar no se limitan a mi madre. Mis tías y mi abuela tenían particularidades muy atractivas.
Mi tía Ñata y mi tía Maruca amasaban. La primera preparaba un fileto memorable (de aspecto desleído, pero de un sabor increíble) y, de tanto en tanto, preparaba ravioles con rellenos hoy exóticos, como los de seso. La otra, también era una maestra con las pastas, pero su plato más apreciado era unos escalopes de ternera que ella llamaba marineras que incluyo en otra parte. Era un placer verlas estirar la masa, luego enrollarla y cortar los tagliatelle (nosotros los denominábamos castizamente: tallarines) con una cuchilla afilada y verlos salir parejitos. Ambas aceptaron con gusto la incorporación de la máquina Pastalinda entre los utensilios de su cocina. A su vez, mi tía Nena aportaba las novedades de la industria alimentaria: cubitos de caldo, aderezos y salamines milaneses industrializados. Las picadas de los domingos en su casa, antes del almuerzo, eran memorables.
Mi abuela, en el campo, cocinaba con un sabor muy especial. En mi fantasía mítica, un algo importante de ese sabor era aportado por la cocina económica que funcionaba enteramente a leña. Lo cierto es que los huevos fritos con tocino que preparaba en esa cocina y servía en una sartencita individual eran una compensación enorme de la restricción materna. Era un placer desayunar en esa cocina, sobre todo cuando hacía frío. El tazón enorme con leche recién ordeñada, la manteca y el chorizo seco caseros y la galleta trincha (único pan que puede ser denominado con justicia “pan de campo” en La Argentina) configuran un complejo escenario de aromas y sabores, en el calorcito ambiental de la cocina que retengo en la memoria.
Todavía en la primera mitad de los noventa, había en la calle Esmeralda, en el Centro de la Ciudad de Buenos Aires, un viejo local de la cadena de lecherías de La Martona. Allí servían huevos fritos en tocino en unas sartencitas muy parecidas a la de mi abuela. Yo disfrutaba el reencuentro con aquellos sabores; pero el supuesto de un exceso de colesterol que esa comida debía provocar en el trajín de la vida urbana moderna, tornaron extemporáneo ese plato en ese sitio... pronto cerró.
Mis abuelos eran españoles, de La Rioja. Doña Agustina y don Eugenio hacían honor a la tradición de la huerta riojana. Voy a hacer pizza, decía mi abuela, y preparaba un engrudo chirle sobre una asadera con harina leudante. Luego marchaba a la huerta y recogía unos tomates muy maduros y los cortaba, usando la mano izquierda como tabla suspendida en el aire sobre la asadera. Cuando todo iba al horno, los jugos del tomate penetraban la masa antes de que ésta terminara de cocinarse y el plato emergente era una extraña exquisitez.
Con las conservas, su maestría era extraordinaria. Aprovechaba todo el cerdo, cuando sacrificaban uno para hacer las facturas: sus chorizos secos eran memorables; pero también había morcilla (sobre todo morcilla dulce, también llamada morcilla vasca) y queso de chancho con todos los recortes de carnes y cartílagos que podía reunir. Preparaba quesos, dulce de leche, dulces varios (en especial con zapallo curado en cal viva) y escabeches con carne de caza menor o con berenjenas.
Para los hombres que casi nunca cocinaban, estaba reservado el asado. Hablaré de ello in extenso en los comentarios de las recetas. Mi viejo practicaba una única excepción. Preparaba las mejores natillas con canela de las que tengo memoria.
Chorizos secos y natilla, parte fundamental de la herencia riojana, configuran texturas y sabores recordables que busco recuperar en cada oportunidad. Con respecto a los primeros, tengo un enemigo poderoso, la cultura de la comida light que presiona sobre la composición del relleno con el agregado de carne vacuna, aún en las producciones caseras. Es muy difícil encontrar chorizos secos, condimentados a la manera española, que estén preparados enteramente con cerdo.
Algunas cosas más siempre había en la memoria del país de origen de mis abuelos. Hay un plato característico en la cocina riojana que tenía algún reflejo en la comida familiar: la cazuela de conejo con caracoles. Nunca recuerdo haber probado esa combinación; pero sí recuerdo el placer que le daba a mi abuelo comer caracoles (sobre todo porque no se trataba de una comida frecuente). En mis recuerdos de la infancia, tengo la imagen del conejo más como animal doméstico que como presa para nuestras viandas. Cada tanto aparecía un conejo en una jaula, venía con una voracidad desmesurada, con un crecimiento perceptible por su rapidez y con la broma sádica de algún tío: “lo engordamos un poco más y... a la cacerola”. No recuerdo haber comido conejo en mi infancia. Sí he comido liebre, como ya he dicho, en escabeche, pero también en cazuela. Recuerdo con placer que la carne se parecía a la del pollo, pero era más oscura y tenía un gustito salvaje que me encantaba (era toda una celebración encontrar algún perdigón en el plato).
Ya comiendo en restaurantes, hay un plato que me recuerda poderosamente la cocina de mi madre y de mi abuela, las costillas de cerdo a la riojana, también atacadas por la moda light que induce a los cocineros a reemplazar el tocino por jamón cocido. Esa combinación del cerdo, con panceta incluida, el huevo y las papas fritas, las verduras y las legumbres es uno de los platos de restaurante en que más palpo la cocina familiar.


4 comentarios:

  1. HOLA MARIO!!!!!! QUÉ BUENO LO QUE MANDASTE Y DESDE YA TE DIGO QUE ME LO ENVÍES CADA VEZ QUE TENGAS ALGO NUEVO. ME ENCANTÓ.

    SUPONGO, POR TODO LO LEÍDO, QUE TUS OBJETIVOS SON AMPLIOS, CON HISTORIA, CON RECOPILACIÓN DE HECHOS, CON RECETAS, ETC... PERO A MÍ LO QUE MÁS ME LLEGÓ FUE ESA CAPACIDAD QUE TUVISTE EN ESTOS TEXTOS DE REMONTARME A MI INFANCIA. ME SENTÍ TAN IDENTIFICADA CON TANTOS RECUERDOS, "AROMAS" QUE EVOCASTE

    TE CUENTO QUE YO SOY UNA FANÁTICA DE LOS LINDOS AROMAS QUE HABITAN EN UNA CASA O EN EL ÁMBITO QUE ME MUEVO (ALGUNA VEZ VOY A ESTUDIAR AROMATERAPIA PORQUE ME FASCINA), AUNQUE NO ES A ESTO A LO QUE VOS TE REFERÍS. PERO SÍ SIEMPRE CUENTO, CON AMIGOS O MIS HIJOS, QUE HAY AROMAS QUE ME REMONTAN A MI INFANCIA....EL CAFÉ CON LECHE (EN TAZONA BLANCA ENORME) QUE HACÍA MI ABUELA, DIOS!!!!!POCAS VECES PUDE SENTIRLO DE NUEVO. HAY MUCHAS BUENAS CAFETERÍAS.....PERO ESA AROMA DE LA ABUELA , SÓLO CONTADAS VECES VOLVÍ A SENTIRLO. Y CUANDO LO SENTÍ ME TRANSPORTÓ INMEDIATAMENTE A MI NIÑEZ.

    VOS HABLÁS DEL MINESTRUM... NO SÉ SI ES LO MISMO, EN MIS RECUERDOS ESTÁ COMO "MINESTRÓN" QUE PREPARABA MI PAPÁ!!!!!ASÍ CON VERDURAS (A LAS QUE YO NO ERA MUY ADICTA) Y CREO QUE LE AGREGABA PATITAS O ALGO DE CHANCHO... UF, CUANTOS RECUERDOS QUE ME TRAJISTE!!!!

    Y CUANDO VI LA FOTO QUE PUSISTE DE ESE BAR, NO SÉ SI ES EL MISMO PERO ME TRAJO EL RECUERDO DE UNO MUY PARECIDO (O SERÍA ESE) CERCA DE LA CASA DE MI ABUELA PATERNA, QUE VIVÍA EN MONTIEL Y EUGENIO GARZÓN.PASABA DE CHICA DE LA MANO DE MI VIEJO...UN LUGAR QUE NUNCA ENTRABA PORQUE ERA PARA "HOMBRES", SEGÚN MI PAPÁ. Y YO LO MIRABA CON LA CURIOSIDAD DE TODO CHICO Y PREGUNTÁNDOME PORQUE UNA NIÑA NO PODÍA ENTRAR!!! CLARO QUE SIN CUESTIONAR , EN ESOS MOMENTOS DE MIS 8 Ó 10 AÑOS NO ERA COMÚN CUESTIONAR A LOS MAYORES

    BUENO, LINDOS RECUERDOS Y LINDO TU CAMINO PROPUESTO.....

    APROVECHO PARA DESEARLES A VOS Y A TU SEÑORA UNA LINDA NAVIDAD Y MUY BUEN COMIENZO DE AÑO
    ABRAZO
    LILIANA PORTARO

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  2. Lili:
    Me encantó tu mensaje (en esta época de amargo desencanto, no es poco que una simple carta lo logre).
    No entiendo nada de aromaterapia, pero me parece que, como en muchas otras cuestiones de la vida, la belleza nos sana. Incluir, en la práctica saludable de los bellos aromas, a los de la cocina de la infancia es algo que comparto totalmente... tu mensaje es como un pregón de lo que aquí puede y podrá decirse.

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  3. Hola Mario,
    Me gustó mucho tu nota. En mi caso el minestrón o sopa de verduras era la especialidad de mi mamá. Toda verdura cortada bien chiquita al punto que parecía una crema. Mi abuela se enojaba porque después no queríamos comer su sopa de verduras del puchero que tenía toda la verdura grande.
    Pensar que en esa época no existían las procesadoras. Les llevaba mucho tiempo hacerla.
    Otra cosa que era rigurosa en la mesa de los martes era el "ropa vieja" que mi abuela hacía con los sobrantes del puchero del lunes. A mi no me gustaba que le pusiera cebolla cruda y ella me separaba un poco de la preparación antes de agregarle la cebolla, cuando se acordaba.
    No se cómo hacía, porque en esa época la cocina de la semana era territorio de mi abuela casi exclusivamente, pero siempre le sobraban papas del puchero. Cuando no hacía ropa vieja con las papas cocidas, las freía en poco aceite, en el horno o en la olla, y eran mucho más ricas y festejadas por sus nietos. (Éramos cuatro los que comíamos con ella los días de semana)
    También hacía muchos fritados de verduras (zapallitos, berenjenas) pasadas por una preparación de harina, huevos y soda o leche, eran riquísimos y no se cómo hacía tantos. Recuerdo el colador de los fideos, que forraba con papel blanco, del que usaban en el almacén a modo de capa absorbente, que se iba llenando con cada sartenada y que luego iba disminuyendo por efecto de nuestros disimulados robos.
    Bueno Mario, te agradezco el dulce recuerdo de las comidas de antaño, cuando el fantasma del colesterol no nos perseguía.
    Graciela

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    Respuestas
    1. Gracias por tus comentarios, Graciela.
      Esas verduras sumergidas en la masa de harina, leche y huevos (y soda, por supuesto) y luego fritadas es una versión de una vieja receta portuguesa que ellos llaman tempura.
      Por uno de esos avatares de la historia, los portugueses llevaron la preparación al oriente. Por eso, hoy podemos disfrutar de la tempura en los restaurantes japoneses.
      Mis tías también usaban el papel de estraza forrando el interior del colador de fideos para secar algunas frituras como los bocadillos de acelga y los buñuelos.

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